Casi todos los días me subo a un taxi para ir a trabajar. Taxistas viejos, taxistas simpáticos, taxistas gruñones, el inolvidable que gritaba “mierda, mierda, mierda”, el que fue mi colega en un empleo, los parlanchines, los que no escuchan y se pasan de la calle donde había que dar vuelta, los que se encabronan porque no traen cambio, los que te empiezan a regañar desde antes de que cierres la puerta, los que escuchan a Carmen Aristegui, los que escuchan a Mariano, los que escuchan a Facundo, los que escuchan música cristiana, los que prefieren el silencio, los que optan por los boleros. Los que traen el periódico para los varones y el TvNotas para las señoras. Los que le bajan al radio cuando te subes. Los que lo apagan si suena tu teléfono. Los que se disculpan por todo. Los que jamás se disculparán por nada. Los que manejan de la chingada y se les jalonea el carro todo el tiempo, los cuidadosos con los que nunca sientes un cambio de velocidad. Los que te ven con un libro y se callan la boca, los que comentan el punto, los que se quejan de la situación en el país, los que aleccionan para que sepas distinguir un carro pirata de uno con todos los permisos, los que piensan que el viaje les significa una hora de terapia.
Esta mañana me tocó uno de estos últimos. A partir de un comentario de la retirada mental Gaby Vargas —que no sé si sea retrógrada o nomás dijo lo primero que se le vino a la mente porque no hizo su tarea— el señor conductor me hizo partícipe de su vida. Siendo hijo abandonado por su padre creció con la mamá. De ella aprendió que tanto hombres como mujeres pueden hacer lo que deseen en su vida, que debe enseñárseles de todo de pequeños, y sólo el futuro dirá si preferirán dedicarse a una cosa o la otra. Me dijo que la diferencia es que ellos tienen más fuerza física, y me aseguró que nosotras tenemos más fuerza mental. Que no sólo nuestra capacidad para concentrarnos es mayor, sino que podemos hacer muchas más cosas. ¿De todo eso lo convenció su madre?
Y siguió: “A pesar de ser educado por una mujer y haber aprendido a respetarlas y admirarlas, fracasé”. Me contó que estuvo casado con una mujer que es profesora de la UNAM y trabaja en Bellas Artes. Me contó que todo el mundo le preguntaba si no le incomodaba que su mujer fuera superior a él. Me dijo que no, que él se sentía orgulloso de estar con una mujer maravillosa. Y me llenó de tristeza el tono de su voz mientras me contaba lo arrepentido que está de haberla perdido. Por suerte no me contó cómo la perdió. Pero me lo puedo imaginar, porque ahí no paró su historia. Me contó que tiene un hijo de 16 años y que hace mucho hincapié como papá en que las mujeres no son cosas y que el sexo debe ser algo especial, que tener una relación implica una responsabilidad, un compromiso, exige un cuidado y mucho cariño.
Yo tengo mi teoría de por qué fracasó su matrimonio. Tengo mi teoría de por qué fracasan tantos. Casi me hace llorar contándome de ese fracaso, de las ganas que tiene de ser un buen padre y de evitar que su muchacho cometa los mismos errores que él. Y todo porque la mujer esa en la radio dijo que las abuelas deberían enseñar a las niñas a tejer…