Archivos Mensuales: agosto 2011

Ahora cuéntame una de taxistas


Casi todos los días me subo a un taxi para ir a trabajar. Taxistas viejos, taxistas simpáticos, taxistas gruñones, el inolvidable que gritaba “mierda, mierda, mierda”, el que fue mi colega en un empleo, los parlanchines, los que no escuchan y se pasan de la calle donde había que dar vuelta, los que se encabronan porque no traen cambio, los que te empiezan a regañar desde antes de que cierres la puerta, los que escuchan a Carmen Aristegui, los que escuchan a Mariano, los que escuchan a Facundo, los que escuchan música cristiana, los que prefieren el silencio, los que optan por los boleros. Los que traen el periódico para los varones y el TvNotas para las señoras. Los que le bajan al radio cuando te subes. Los que lo apagan si suena tu teléfono. Los que se disculpan por todo. Los que jamás se disculparán por nada. Los que manejan de la chingada y se les jalonea el carro todo el tiempo, los cuidadosos con los que nunca sientes un cambio de velocidad. Los que te ven con un libro y se callan la boca, los que comentan el punto, los que se quejan de la situación en el país, los que aleccionan para que sepas distinguir un carro pirata de uno con todos los permisos, los que piensan que el viaje les significa una hora de terapia.

Esta mañana me tocó uno de estos últimos. A partir de un comentario de la retirada mental Gaby Vargas —que no sé si sea retrógrada o nomás dijo lo primero que se le vino a la mente porque no hizo su tarea— el señor conductor me hizo partícipe de su vida. Siendo hijo abandonado por su padre creció con la mamá. De ella aprendió que tanto hombres como mujeres pueden hacer lo que deseen en su vida, que debe enseñárseles de todo de pequeños, y sólo el futuro dirá si preferirán dedicarse a una cosa o la otra. Me dijo que la diferencia es que ellos tienen más fuerza física, y me aseguró que nosotras tenemos más fuerza mental. Que no sólo nuestra capacidad para concentrarnos es mayor, sino que podemos hacer muchas más cosas. ¿De todo eso lo convenció su madre?

Y siguió: “A pesar de ser educado por una mujer y haber aprendido a respetarlas y admirarlas, fracasé”. Me contó que estuvo casado con una mujer que es profesora de la UNAM y trabaja en Bellas Artes. Me contó que todo el mundo le preguntaba si no le incomodaba que su mujer fuera superior a él. Me dijo que no, que él se sentía orgulloso de estar con una mujer maravillosa. Y me llenó de tristeza el tono de su voz mientras me contaba lo arrepentido que está de haberla perdido. Por suerte no me contó cómo la perdió. Pero me lo puedo imaginar, porque ahí no paró su historia. Me contó que tiene un hijo de 16 años y que hace mucho hincapié como papá en que las mujeres no son cosas y que el sexo debe ser algo especial, que tener una relación implica una responsabilidad, un compromiso, exige un cuidado y mucho cariño.

Yo tengo mi teoría de por qué fracasó su matrimonio. Tengo mi teoría de por qué fracasan tantos.  Casi me hace llorar contándome de ese fracaso, de las ganas que tiene de ser un buen padre y de evitar que su muchacho cometa los mismos errores que él. Y todo porque la mujer esa en la radio dijo que las abuelas deberían enseñar a las niñas a tejer…

Renovar la biblioteca


¿Cuál es la importancia de un libro? Su contenido, las necesidades que satisfaga, básicamente. Pero para un lector regular hay otras características indispensables. Un tamaño de letra e interlineado amables, una redacción/traducción que se pueda leer. Para un lector profesional son utilísimos los apéndices, las ediciones críticas con ensayos y notas, las ediciones bilingües, los márgenes generosos donde poder anotar. Para un estudiante importa que haya edición de bolsillo, más económica y fácil de leer con una sola mano en el transporte público.

En todo caso, vamos comprando los libros conforme nos van seduciendo, conforme los vamos necesitando, conforme los vamos descubriendo. Pocos son los libros que esperamos ansiosos, casi siempre basamos nuestras ansias en anuncios hechos por las editoriales. Muchos libros los compramos por recomendación de un amigo. Muchos son regalos —y aquí vale la pena subrayar que uno regala los libros que a uno le gustan, no necesariamente los que han de gustarle al agasajado— y otros son accidentes: cosas que parecían muy atractivas y en realidad no eran más que portadas bonitas.

Yo compré todos mis libros de la carrera conforme fui pudiendo. Ciertamente son mucho mejores ediciones las que compré en mi última ronda, cuando ya tenía dineritos reservados para mis ediciones críticas. Antes, puras cositas de bolsillo con papel de libro de la SEP, erratas, letras medio borrosas, portadas cuchas… Luego cosas un poquititos mejores. Luego, los que compré por gusto que fueron pastas blandas, pero lindas.

Tengo una colección bastante simpática de literaturas en inglés del siglo XIX y XX, en las ediciones que hay o había cuando los fui comprando. Y me sentía satisfecha, hasta que Penguin salió con su trastada y terminó con la felicidad que tenía mi pequeñísima biblioteca.

Antes era simple, todos tenían pasta blanda y eran verdes o naranjas o negros, dependiendo de la colección. Ahora sólo son lindos, cuestan más de 300 pesos cada uno y los quiero todos. Ahora tengo una biblioteca deprimida porque Sense and Sensibility y todas sus hermanas románticas del XIX deberían ser pastas duras forradas de tela con colores dulces y florecitas discretas. Porque los grandes de la década de 1920 deben tener cubiertas con diseños de telas de entonces, parecer un sillón a la moda de la década.

Ya leídos los libros, de pronto me importa que sean ediciones bonitas. Al descubrirlas ha perdido relevancia que las mías estén anotadas y subrayadas. Siempre he pensado que estos libros que compré para la carrera serían los libros con los que alguna vez daría clase. Ahora quiero ser la de la biblioteca decorativa. Aunque lea o haya leído las anteriores menos lindas, desearía que las que posan en mi librero fueran esas…

Camas


Camas llenas de ropa. Camas llenas de libros. Camas llenas de pelos. Camas con nuestros hijos. Camas de dos que se quieren. Camas llenas de migajas. Benditas sean las camas, ese espacio pequeño, privado, acogedor, donde solamente dejamos que estén nuestras cosas/personas/mascotas favoritas…

Eso, o llevamos una vida muy desordenada donde no damos a cada cosa su lugar: Los niños a su cama, los libros al estudio, la comida en la mesa, los gatos en el piso, la ropa en el cesto o en el closet, etc. No, porque preferimos tenerlo todo a la mano. Si tuviérmos oportunidad, tal vez tendríamos un refri chiquito, tipo servi-bar en lugar de mesita de noche.

Según el feng-shui, la recámara no debe tener aparatos electrónicos, no debe usarse para estudiar, y mucho menos para comer. Debe usarse, en realidad, únicamente para dormir y sexear. Pero para yo poder seguir esas reglas necesitaría tres o más habitaciones: una para dormir y otra para estudiar y otra para todo lo otro. Además, claro, del comedor y la sala y la cocina y demás.

Y más aún… ¿qué es una película sin botanita? ¿Qué es un té sin libro? ¿Qué es una semana ocupada si la ropa está guardada? ¿Qué hacen los padres teniendo hijos pequeños si no los invitan a su cama? ¿Cómo tener un —o en mi caso dos— compañero mamífero, cuadrúpedo, peludo, bigotón con pies de trapo y la cola al revés si no lo vas a invitar a la hora de la siesta?

El feng-shui podrá decir lo que quiera. Yo creo que la única forma en que la cama puede mantener su estatus de lugar seguro, único y sagrado es permitiendo que sólo lo más cercano a nuestro corazón entre en ella.

Lo malo, para mí, para los gatos, y hasta para los hijos que no tengo, es que yo todavía no he decidido qué es lo más importante. Hay que ver a los gatos escondidos debajo de las pilas de ropa, batallando por no ser aplastados por mí y mis libros, alimentándose de lo que cae entre el plato y mi boca, tomando de mi vaso en cuanto me descuido e impidiendo, por supuesto, cualquier posibilidad de que el hombre de mis sueños vuelva a mi cama. Al no tomar una decisión elimino de mi futuro la descendencia; convierto mi espacio en algo más parecido a un chiquero que a un lugar sagrado…

Así es la vida en los universos de una sola habitación, donde sólo hay una cama y mucho amor. Está todo bien. Sólo necesito encontrar las sábanas favoritas, que serían aquellas que se laven, se tiendan y se sacudan solas. Lo demás irá o vendrá a placer.

 

La última de Woody Allen


Hace años, todavía en la década de los 90, leí The Autobiography of Alice B. Toklas. Un libro que ni es autobiografía ni es de Alice B. Toklas, sino de su amiga y esposa Gertrude Stein. No sé si el libro sea una pieza de arte, pero es, sin duda, el chismógrafo intelectual más elegante de París en la década de 1920. Aparecen todas las vacas sagradas: Hemingway, Gertrude, Eliot, Picasso, Cézanne, Matisse… Cuenta quién escribió o pintó qué, todo se discutía y se exhibía en el salón de la casa de Stein y Toklas. Cuenta quién andaba con quién, quién peleó con quién. Quién la llevaba más con quién… ¡Es un sueño!

A lo que voy: Anoche vi Midnight in Paris, la más reciente película de Woody Allen. Lo adoro en todas sus facetas: Desde What’s Up, Tiger Lily? hasta Scoop, pasando por maravillas de toda índole como la jocosísima Take the Money and Run o la clásica Hannah y sus hermanas.

Sin embargo, todas estas historias de la vida real en que Fulano se enamora de su psicoanalista, Perengano te deja por una mujer mayor, Sultano la lleva de maravillas con las prostitutas de la cuadra, Chana que anduvo con Perengano ahora está casada con el mejor amigo de él, y Juana, que es de familia judía ortodoxa, se vuelve la drogadicta del barrio… me tienen hasta el gorrazo.

Así que iba yo un poco escéptica al cine, sin la menor idea de lo que se trata la película. Y cuál sería mi sorpresa: ¡es una mudanza al paraíso! Es casi la versión cinematográfica de The Autobiography… con el plus de ser de Woody Allen. Cada personaje histórico vaca sagrada que iba apareciendo era predecible desde las adivinanzas que iba haciendo mi lado fanático religioso de la literatura de primera mitad del siglo XX. Cada chiste se iba pareciendo a aquello. Salvo por la presencia de Cole Porter y Scott Fitzgerald —que según recuerdo no aparecen en el libro de Stein— todo lo demás era como una fantasía hecha realidad.

Tiene la ventaja de Owen Wilson. Ya éramos fans adoradoras del güerito de nariz rara, pero creo que al fin ha encontrado Allen a su sucesor como actor. Es un gran Woody, Owen. Postura, gestos, movimientos de manos y el toque que le dan esos chistes lejanos hacia el final de la escena que no alcanzan a escucharse pero de alguna forma se quedan grabados. En este caso, mi favorito es cuando Gil (Owen Wilson) se sube en el auto con T.S. Eliot y comenta “de donde yo vengo la gente mide su vida en cucharadas de cocaína”. ¡Simplemente maravilloso!

Total, salí enamorada. Los personajes, la época. El asunto de que, tan todo tiempo pasado fue mejor, que puedes viajar al pasado tanto como desees y seguir encontrando que existe una época mejor. La familia de desagradables, París, la lluvia, el romance y, al final, el gran encuentro con esa mujer que sí quiere caminar bajo la lluvia una noche en París.

Es elegante y no es un erizo


Muriel Bradbury pegó con tubo con esta novelita suya La elegancia del erizo. Hace un año no habíamos oído hablar de ella —yo, al menos— y mucho menos sabíamos que era una novelista sensacional. Hace unos meses empezó a sonar durísimo su título, pero por la película francesa que se fue recomendando de boca en boca. Todo el mundo hablaba de la película, todo el mundo moría de ganas de verla, todo el mundo la vio en el cine o la compró pirata, lo que sea con tal de no perdérsela. Ahora hay un TT #LaEleganciaDelErizo…

Yo no vi la peli. Se me fue de la cartelera, como tantas otras. Y en mi enorme ignorancia, no tenía idea de que existía el libro, y mucho menos que estaba traducido al español. No sé qué fue primero, la película en las carteleras mexicanas o la novela en booket. Supongo que fue primero la película, porque en este país de no lectores el gancho perfecto es que les guste la peli.

El caso es que no sabía que existía y pronto me olvidé de la película francesa, del título, de que todo mundo sugería que era magnífica y de que algún fin de semana sentí ganas de verla. Eso hasta hace un par de semanas en que mi amiga de la universidad me dijo que acababa de leerla y que le había encantado. Decidí creerle porque, a fin de cuentas, estudiamos lo mismo y eso genera ciertas empatías. Corrí pues a buscarla al día siguiente.

Es un libro encantador. No cuesta trabajo entrar en el micro universo del número 7 de la calle Grenelle. Confieso que al principio parecía exactamente la misma ruta de Amélie y me dio terror. Y es que a mí Le fabuleux destin d’Amélie Poulain no me pareció nada del otro mundo (tal vez porque tanta gente dijo que era extraordinaria y eso elevó mis expectativas al cielo). Tiene, a pesar de ser una traducción, este ritmo típico que tienen las nuevas películas francesas, puedes escuchar al narrador contándote lo excepcional que es la mujer, lo inteligente que es la niña. Y eso, esperaba estos detalles que hacen que todos nos sintamos Amélie. Por suerte, me quedé esperando. Nunca llegaron.

La elegancia del erizo es un libro bonito. Es triste y no. Está contado magistralmente y toca. Hay niños, señoras desagradables, hermosos orientales, perros, gatos, drogadictos rehabilitados, flores, libros, música y escusados. ¿Qué más podemos pedir en una narración? Es una novela honesta. Probablemente sí, todos en algún punto podemos identificarnos en algo con René Michel o Paloma Josse, pero siempre nos quedaremos maravillados por su discreción, por su humanidad, por su capacidad de admirar personas y cosas, de observar a las mascotas, a los vecinos, de juzgar desde un punto ciego y luego arrepentirse de haber creído que en efecto lo sabían todo, de dejarse vivir: lo digo así a propósito. Qué lindo cómo Paloma se deja convencer de no prenderle fuego a todo. Qué triste el final que no les contaré. Qué agridulce lo que piensa Renée de Manuela, su única amiga, la mejor, en quien se ve reflejada, de quien acepta lo dulce y lo robado, a quien no le confiesa todo lo que tiene dentro por temor a ser rechazada y en quien, sin embargo, encuentra un refugio: porque la admira, porque la siente brillante y magnífica, genuina, totalmente especial.

Confieso —porque llevo a una enorme cursi dentro— que lloré como una tonta las últimas páginas del libro. Ya les dije por qué. Pero no se confíen de lo que digo. ¡No me crean! Léanlo y juzguen ustedes mismos si estas poquitas letras eran para tanto o mejor se hubieran esperado a que la película aparezca en DVD.

La cursi que todas llevamos dentro


No está de moda ser cursi. No caemos simpáticas cuando confesamos que un libro nos conmovió hasta las lágrimas —como me pasó anoche cuando terminé de leer La elegancia del erizo de Muriel Barbery—, a nadie le gusta saber que después de los 30 te sigues emocionando con las novelas de Jane Austen, no es estimulante para nadie que cada vez que ves a un bebé se te caiga la baba, nosotras mismas preferiríamos no viajar por la vida con el vestido de novia en la cajuela.

Sin embargo, hay mujeres que después de la tercera copa de vino declaran su amor incondicional a su mejor amiga, agradecen a la vida (¡en voz alta!) por haberla conocido y lloran juntas por lo afortunadas que son de haberse encontrado. Hay quienes en un momento tienen que meter freno de mano porque ya están diciendo cursiladas sin sentido en un ensayo académico. Hay fracciones de segundo en que se dejan ir y empiezan a divagar en historias futuristas e irreales, paseando por mares y playas, correteando descalzas por campos verdes llevando vestidos vaporosos, besando a un hombre hermoso bajo la lluvia.

Y luego, tuk, en un instante vuelven a la realidad y para compensar se convierten en estas frías hijas del acero inoxidable que no sienten nada, que luchan en lodo y protagonizan realities como Bridezilla. Esconden todo sentimiento y creen que haciéndose pasar por neo-punks nadie podrá negar que son duras, todo el mundo dará por hecho que son listas, el universo entero temerá ante ellas porque su furia rompe paredes y su valor no tiene límites.

Pero siendo realistas, lo cursi no quita lo valiente. Derretirnos ante la belleza no nos convierte en gente tonta. Un par de lagrimitas no nos hacen débiles. Un poco de sensibilidad en un texto que pueda convertirse en académico es el éxito de grandes como Said y Heany. Esto lo saben, si no todos, muchos.

Y este dejo de sensibilidad, este permitir que fluya lo amable, evita el otro extremo de la loca, la fría, la violenta. Eso, estoy segura, también lo sabíamos ya. Encontrar el equilibrio entre la dulzura y la elocuencia, dando el valor que merece a cada cosa, haremos de nosotros personas más saludables y de nuestras relaciones experiencias más gratas.

Pero que levante la mano quien no lo había pensado ya. Y que levante la mano quien puede asegurar que jamás se le sale la pequeña cursi que lleva dentro. Que la levante de nuevo si no está segura de que por reprimir a su cursi es una persona menos agradable en ocasiones. ¡Que confiesen todas las hijas del acero inoxidable! Admitan que en alguna ocasión han deseado dejarse elevar entre las nubes por una romanceada, y que el límite lo han puesto porque ya saben cómo duele irse de nalgas cuando la romanceada te deja caer.

 

Gatos contra la esquizofrenia


Siempre, desde niña, suelo hacer equipo conmigo misma ante la adversidad. Mi papá nos regañaba. Nos enfermábamos de gripa y no íbamos a la escuela. Perdíamos el reloj en el parque y luego lo encontrábamos, aunque casi siempre roto. Había veces en que alguien más, un vecino, me ayudaba a buscar lo perdido. En esos casos no necesitaba hacer equipo conmigo misma, tenía al niño del 40, del 42 o del 34 buscando conmigo. Supongo que la explicación es que necesitaba dividir el peso de la preocupación entre dos o más. Buscaba sentirme menos solita. Eso de tener miles de hermanos y no haber crecido con ninguno lo vuelve a uno medio esquizofrénico…

Bah, ya luego uno se hace grande y va haciéndose de más amigos en más medios que pueden compartir más intereses que evitar que la castiguen a una por perder el reloj en el parque. Tuve con quien compartir la buena noticia cuando me aceptaron en la universidad. Tuve con quien compartir cada vez que he buscado casa, y cada vez que he encontrado. Tuve con quien compartir el desempleo. Tuve con quien compartir la infidelidad de algún novio, las separaciones y las mudanzas.

Ya son sólo las preocupaciones pequeñas, los problemas menores y las leves infecciones de garganta para las que necesito hacer equipo conmigo misma. Hay cosas para las que puedo hacer equipo con los gatos. Les pregunto, por ejemplo, qué vamos a comer, aunque ellos coman sus galletitas de siempre y yo sea la única que comerá lo que se cocine.

El otro día uno de los tuiteros que sigo, @joseconacento, decía que la soledad se mide en gatos. Tal vez tiene razón. A mí me alegra el día tener dos mamíferos, cuadrúpedos, peludos a quienes darles los buenos días. Me facilita el fin de semana tener con quien pelearme porque tiró la lámpara o el perchero, a quien decirle que no rompa la silla, a quien servirle agua limpia, a quien pedirle que me deje a solas para hacer pipí. Y ese alguien es un gato u otro. Así que sí, es muy probable que la soledad se mida en gatos. Me gusta tener a quien comentarle el punto. Alguien a quien decirle hola cuando llego a casa. Alguien que se eche a ver la tele conmigo. O que corretee al hermano encima de mí y no me deje ver la tele, pues.

Muchas cosas no me las pueden resolver los gatos, y es cuando recurro al teléfono: las amigas, la mamá, los doctores, el súper, la farmacia… quien quiera escucharme.

Así, es únicamente en las calles cuando me quedo sola. Entonces no tengo a quien contarle un chiste sobre algo que acabo de ver. Si me parece que me voy a enfermar si me lo guardo, lo tuiteo —sin éxito alguno— y si me parece que no vale la pena, me lo cuento yo sola y me río para adentro. Espero no llegar, en medio de la soledad, a comentarle a la bota “mira, taparon el hoyo en el que nos caímos hace un mes”, o a mi blusa “en esta tienda te compré, ¿recuerdas?” o a mi cinturón “si tan sólo te hubiera conocido antes, no se me habría caído el pantalón el día que me corrieron de aquí”. Espero no llegar al extremo de comentarle a mi colon que me está molestando de nuevo, a mi corazón que qué poco aguanta o a mi estado de ánimo que ya estuvo bueno.

De ahí el plus de mis mascotas, mal que bien serán siempre discretos. No pasa nada si me aguanto dos que tres comentarios para cuando llegue a casa y pueda hablarlo con ellos. Y habrá cosas que no quedarán plasmadas en el aire, porque simplemente no vale la pena darles aliento. Pero habrá otras que soltaré inevitablemente y nadie tendrá que pagar el horrible precio de escucharlas, gracias únicamente a los gatos. Y será también gracias a ellos que conservaré tres pedacitos de cordura.

No me lo van a creer pero…


Dicen por ahí que la información es poder. Cierto. Nos da poder de decisión estar informados sobre los candidatos para poder votar. Nos da poder de opinión saber de arte, política y futbol. Nos da poder de conversación leer los periódicos, ver películas, leer libros, escuchar a la gente. Nos da poder sobre otras personas saber sus secretos truculentos. Nos vuelve la persona más emocionante de la mesa en la cantina conocernos al derecho y al revés los chismes de la farándula, la elite intelectual o las secres de la oficina.

Pero existe la información de segunda mano, la que va precedida de “No te miento”. Ejemplo: A Fulanito le gusta tomarse un té de granada todas las mañanas frente a la televisión, desnudo, viendo infomerciales en lo que se calienta el agua para darse un regaderazo. ¿Eso qué? ¿Usted cómo sabe? No le miento. ¡Claro que no! Quien mintió es la persona que se lo contó. Pasar información de segunda mano como si fuera cierto es como decir “Personalmente no lo he leído, pero sé que es muy bueno” cuando hablamos de un libro o un autor.

Hay un personaje misterioso en mi oficina, un hombre de edad muuuuy avanzada. Dicen que tiene 80. Mi papá tiene 83 y, si me dejo llevar por las apariencias, tendría que decir que el hombre de mi oficina tiene 166 años. El señor tiene Parkinson, llega a la oficina a ver películas —es el encargado de los videoclubes— y luego se va a su casa. Todos los días lleva la misma ropa, o ropa idéntica y le encanta contar historias. Supongo que es cosa de viejos contar historias, porque suelen fascinarnos sus recuerdos y tal vez creen que es la única forma de llamar nuestra atención.

Se dice que el hombre es millonario. Que tiene un par de casas en la ciudad, una en Francia y otra en Cuernavaca. Se dice que viaja cada tanto a no sé qué sofisticada ciudad de Europa a que le hagan un tratamiento en la sangre para mantenerse joven —vivo, diría yo. Se dice que tiene en su casa una sala de proyección y que es dueño de la colección de cine mexicano más grande del mundo. Se dice que no tiene hijos, que nunca se casó y que es gay. Se dice que en un viaje por África caminaba con su pareja cuando un elefante los atacó, atrapó con la trompa al novio y lo levantó por los aires azotándolo una y otra vez contra el piso. Se dice que mientras esto ocurría, el señor filmaba la terrible escena. Se dice que vendió la película a su regreso y así se hizo de su gran fortuna. ¡No les miento! Todo esto se dice.

Pero ahí no para la historia. ¡Hay más! Y esto sí lo escuché yo de su no muy ronco pecho: él hizo a Herzog. Afirma, y no les miento, que fue él quien escribió las películas del afamado director alemán. Y, se dice —claro que esto no lo dijo él— que organizó los primeros festivales de cine alemán en México, hasta que la embajada prohibió que se le prestara una sola película más porque todas se las robaba.

No les miento. Todo esto lo escuché. Probablemente quien me lo contó mintió. Yo acabo de ventilar a diestra y siniestra la vida de un señor que ni conozco. Es posible que todo lo dicho sea inventado. No uso nombres para evitar perjudicados. Y cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia, ya que —de verdad— nada de lo que escribí hoy me consta. Personalmente, no lo he visto, pero me lo contaron y no me queda más que usar la información para atraer su atención.

Quiero denunciar un robo


Una vez satisfecha mi necesidad de carbohidratos, me dispongo a contar una cosa triste que vi el día de hoy. Fui a comer a un lugarcete que está a la vuelta de mi oficina, no es muy bueno, pero es la opción más verde de comida rápida en este barrio y, sólo por eso, vale la pena ir. Como la mayoría de los lugares de comida rápida, este tiene una fila para la caja donde pides y pagas, luego te llaman por tu nombre y te entregan la pasta, sándwich o ensalada que hayas ordenado.

Pues bien. Delante de mí, en la fila, había tres “rubias” y un chaparrín. Ellas pidieron, como era de esperarse, ensaladas con pavo. Él, una chapata. Ellas beberían una naranjada, una cerveza y un té helado. Él, una cerveza también.

Ellas se fueron a sentar. Él ordenó aparte.

El muchacho que le tomó la orden para agilizar la fila le entregó su cerveza y el te helado de su amiga. Cuando llegó a la caja a pagar su orden, la cajera le entregó una segunda cerveza. Él había ido a dejar sus bebidas a la mesa. Y ahí, conmigo como testigo de todo el movimiento, le preguntó a la cajera “¿ésta es mía?”. La cajera le dijo “sí. ¿O ya te la habían dado?”. Él, así, frente a mis ojos, hizo el gesto de asomarse a la mesa a ver si estaba su cerveza, como si en verdad pudiera haber olvidado si se la habían dado o no y dijo —nada tonto el condenado— “pues en la mesa hay una cerveza, pero no se de quién sea”. La cajera le dijo “seguramente es de una de tus amigas”, y se la entregó. Él entregó su tarjeta. Ella le cobró. Él firmó. Ella le dio las gracias y él, con su camisa rosa empapada con el sudor debajo de sus chichitas de hombre, se fue a sentar con su segunda cerveza sabiendo que había abusado de un 2×1 que no era oficial.

Yo no lo puedo creer. Si bien es cierto que “en arca abierta hasta el justo peca”, también es cierto que llega una edad en que a uno le daría mucha pena que lo cachen en ciertas mentiras. Me pregunto si el sujeto llegó a su mesa jactándose de haberse chingado UNA CERVEZA, o si habrá simulado que la pagó. Me pregunto qué habrían dicho las tres “rubias” de haberse dado cuenta. Me pregunto si le caerá pesada. Si va a resultarle más grata la borrachera —con dos cervezas ¡!— y si hace lo mismo en todos los ámbitos de su vida.

Celebraba en mi textito anterior la suerte de encontrar tirado algo que no es tuyo y poder quedártelo como un regalo divino caído del cielo. En efecto, pobre del que perdió esos 500 pesos para que tú pudieras encontrarlos. Pero en ese caso, no fuiste tú quien provocó la pérdida. Te viste directamente beneficiado de algo que no dependía en lo absoluto de ti. En este otro caso él no tiene cómo saber si la cajera tendrá que pagar esa cerveza. Son sólo 30 o 35 pesos, pero igual se los robó. Por una cerveza se acaba de generar un mal karma que no podemos saber cuándo pagará. ¿Será lo mismo robar una cerveza que robar un auto? Al final de cuentas, es un robo. Puede ser que el hombre no crea en el karma. Puede ser que él piense que una chela no afecta a nadie en nada. Puede ser… Yo lo que creo es que de acto pequeño en acto pequeño seguimos haciendo de este planeta un sitio insufrible. Creo que estos pequeños actos se convierten en bolas de nieve que arrollan todo a su paso. Creo que las buenas y malas acciones se traducen en ondas, buenas o malas, que hacen para todos un mejor o peor espacio. Y si él no lo cree, tampoco importa, a fin de cuentas al menos yo me di cuenta de que es un ladrón y ahora, aunque no conozcan su cara, ustedes lo saben también.

Un billete de 500 pesos


Quiero encontrarme un billete de 500 pesos. ¡Ya sé! Todo el mundo quisiera algo similar. Pero déjenme decirles que hubo una época —breve, por desgracia— en que me encontraba simpáticas sumas de dinero todo el tiempo. Entraba a un baño y me encontraba 800 pesos tirados. En la banqueta otros 200. Un billete de 500 paseando a Tutus en el parque. Cincuenta una mañana en el estacionamiento de mi facultad. Un anillo de compromiso una noche en un bar.

Por eso siempre camino viendo al piso, aunque mi madre me haya aconsejado lo contrario.

Lamentablemente, aquella racha duró muy poco tiempo. Y en aquel entonces, como ahora, tenía el dinero pregastado para cuando llegaba el cheque. Así que no ahorré nada. Con el anillo pagué  un mes de renta (novio pichicato, con razón la muchacha aquella se lo quitó) y con lo demás me di algún gustito mediano. ¿Qué necesario es darse gustitos medianos! Y qué imposible se ha vuelto con los aumentos en los precios en este bonito país.

Siempre he destinado más o menos la misma cantidad de dinero mensual para el súper. Nunca me he quedado con hambre, nunca he tenido que irme a la cama sin cenar, nunca he pasado verdaderas penurias. Sin embargo, sí he tenido que hervir agua hacia fin de mes porque no me alcanza para comprarla limpia. Sí he tenido que dividir mi cena de la noche para que me alcance para comer al día siguiente y sí he tenido que dejar de ir al cine, de vacaciones y al bar.

Antes me alcanzaba para un gustito del súper: una botellita de vino, unas cervecitas, unas papas, unas galletas, un litro de helado, comida chatarra y bebida espirituosa para días de bajón anímico. Ahora los días de bajón anímico me tengo que meter a la cama y ver la televisión rodeada de gatos porque no tengo para gastar en carbohidratos.

Antes me quedaban 500 al mes para poder escaparme un fin de semana con mi comadre al rancho. Ahora, no me sobran los 500 ni me alcanzarían para un fin de semana si los tuviera.

Antes tuve para pagar seguro de gastos médicos. Ahora me aterra enfermar porque no pude pagarlo. Antes salía una o dos veces por semana a cenar con amigas, ahora no puedo salir con tal frecuencia, si salgo me tienen que invitar a sus casas y llevo dos meses queriendo regresar al restaurante de tapitas deliciosas al que fui con ellas. No era caro, pero no me alcanza.

Necesito hacerme un ultrasonido, necesito comprar una medicina para Eliot, necesito tres libros para la tesis y no he dado un regalo de cumpleaños en dos años.

2009 nos pegó con todo y yo todavía no he podido reponerme. Ahora viene la nueva oleada a revolcarnos con todo, ¿cierto? Pobres mexicanos pobres. No salimos de una y ya estamos hundidos en la siguiente. Yo no quiero ser multimillonaria. Quiero vivir en paz. Quiero salir a trabajar y ganarme lo suficiente para cubrir todos mis gastos con soltura y darme al menos un gustito a la semana. Quiero no temer a las emergencias, saber que por algún lado estoy cubierta. ¡Mejores trabajos y mejores salarios para todos! Es la consigna para las próximas elecciones. Todos los candidatos prometerán lo mismo, y ninguno lo cumplirá porque son una bola de farsantes. Pero soñar es desear y desear nunca ha matado a nadie.