De niña les pedí a mis papás que me compraran un piano. Mi madre dijo que había uno en casa de los abuelos y que practicara ahí. Empecé a tomar unas clases y pronto vieron que ir a casa de los abuelos era muy lejos y mejor me compraron un tecladito. Tomé clases tres veces por semana y al ver que no era cosa fácil volverse una gran concertista aborté la misión y boté el tecladito.
A los nueve años vi que todas mis amigas iban al catecismo y le pedí a mi mamá que me llevara. Todas iban a tener una primera comunión con desayuno y muchos niños y yo también quería la mía. En eso un poco más constante: me mantuve católica practicante hasta los 19 años. Hice la comunión y la confirmación, pero hasta ahí llegó mi “fe”.
A los 13 años decidí que quería estudiar literatura. Como muchos, quería dedicar mi vida a leer y escribir. A los 20 años entré a la UAM a estudiar letras hispánicas. No aguanté ni un trimestre. Por suerte me aceptaron en letras inglesas en la UNAM y salí corriendo de Iztapalapa a la paradisiaca Ciudad Universitaria. Luego tuve que abandonar la escuela por múltiples razones, dejando pendientes 15 materias. Empecé y terminé el servicio social, pero nunca pedí la carta de liberación.
También a los 20 años entré a la escuela de escritores de SOGEM. Hice buenos amigos, recolecté un buen número de recuerdos, coleccioné un par de gotitas para el ego y la abandoné sin terminar el diplomado: escribía más antes de entrar a la SOGEM.
Y, así como les cuento, he empezado un millón de proyectos y difícilmente he concluido alguno. Empecé una novela, un libro de cuentos, varios cuentos solos, un millón de malos poemas… Empecé a trabajar en bares y restaurantes y pensé que convenía hacer carrera en ese ramo: aprender todo lo que hubiera que saber al respecto y luego poner mi propio negocio. Pero salí de ahí y empecé a trabajar en revistas. Misma cosa: aprender todo lo que hubiera que saber y volverme la editora que las revistas mexicanas se arrebatarían. Pero llegó la crisis de 2009 y me botaron pa la calle. Entonces regresé a cerrar uno de los muchos proyectos empezados: la licenciatura. Terminé en un año las 15 materias, repetí el servicio social y pedí la carta, hice el examen de tercer idioma y lo aprobé, empecé a escribir una tesis y estoy cerca de terminarla (sólo me falta sentarme a hacerlo).
Este enero me propuse tres cosas: hacer ejercicio, leer un libro a la semana y no comprar libros nuevos para leer al fin todos los que hay en mi pequeña biblioteca. Compré una máquina para hacer ejercicio y la he usado todos los días excepto un mes sí y un mes no. Voy exactamente nueve libros atrasada y he comprado, si no me equivoco, un libro al mes.
Pero además me he puesto dos nuevos objetivos. El mes pasado decidí asociarme con un par de amigas y poner un negocio, y con otra quedé en escribir un libro.
Haciendo un recuento, este año tengo que hacerme tiempo todos los días para leer, hacer ejercicio, montar un negocio, terminar la tesis, escribir un libro, actualizar este blog, cumplir con mi jornada laboral de ocho horas, comer, dormir y meditar… Todo con miras de pronto tener un hijo y un perro. Algunas personas son más eficientes que yo. Algunas son más ambiciosas. Muchas se plantean objetivos más realistas. Yo no soy ni realista ni ambiciosa ni eficiente. Soy una soñadora. La ventaja es que con eso nada se pierde.