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No me lo van a creer pero…


Dicen por ahí que la información es poder. Cierto. Nos da poder de decisión estar informados sobre los candidatos para poder votar. Nos da poder de opinión saber de arte, política y futbol. Nos da poder de conversación leer los periódicos, ver películas, leer libros, escuchar a la gente. Nos da poder sobre otras personas saber sus secretos truculentos. Nos vuelve la persona más emocionante de la mesa en la cantina conocernos al derecho y al revés los chismes de la farándula, la elite intelectual o las secres de la oficina.

Pero existe la información de segunda mano, la que va precedida de “No te miento”. Ejemplo: A Fulanito le gusta tomarse un té de granada todas las mañanas frente a la televisión, desnudo, viendo infomerciales en lo que se calienta el agua para darse un regaderazo. ¿Eso qué? ¿Usted cómo sabe? No le miento. ¡Claro que no! Quien mintió es la persona que se lo contó. Pasar información de segunda mano como si fuera cierto es como decir “Personalmente no lo he leído, pero sé que es muy bueno” cuando hablamos de un libro o un autor.

Hay un personaje misterioso en mi oficina, un hombre de edad muuuuy avanzada. Dicen que tiene 80. Mi papá tiene 83 y, si me dejo llevar por las apariencias, tendría que decir que el hombre de mi oficina tiene 166 años. El señor tiene Parkinson, llega a la oficina a ver películas —es el encargado de los videoclubes— y luego se va a su casa. Todos los días lleva la misma ropa, o ropa idéntica y le encanta contar historias. Supongo que es cosa de viejos contar historias, porque suelen fascinarnos sus recuerdos y tal vez creen que es la única forma de llamar nuestra atención.

Se dice que el hombre es millonario. Que tiene un par de casas en la ciudad, una en Francia y otra en Cuernavaca. Se dice que viaja cada tanto a no sé qué sofisticada ciudad de Europa a que le hagan un tratamiento en la sangre para mantenerse joven —vivo, diría yo. Se dice que tiene en su casa una sala de proyección y que es dueño de la colección de cine mexicano más grande del mundo. Se dice que no tiene hijos, que nunca se casó y que es gay. Se dice que en un viaje por África caminaba con su pareja cuando un elefante los atacó, atrapó con la trompa al novio y lo levantó por los aires azotándolo una y otra vez contra el piso. Se dice que mientras esto ocurría, el señor filmaba la terrible escena. Se dice que vendió la película a su regreso y así se hizo de su gran fortuna. ¡No les miento! Todo esto se dice.

Pero ahí no para la historia. ¡Hay más! Y esto sí lo escuché yo de su no muy ronco pecho: él hizo a Herzog. Afirma, y no les miento, que fue él quien escribió las películas del afamado director alemán. Y, se dice —claro que esto no lo dijo él— que organizó los primeros festivales de cine alemán en México, hasta que la embajada prohibió que se le prestara una sola película más porque todas se las robaba.

No les miento. Todo esto lo escuché. Probablemente quien me lo contó mintió. Yo acabo de ventilar a diestra y siniestra la vida de un señor que ni conozco. Es posible que todo lo dicho sea inventado. No uso nombres para evitar perjudicados. Y cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia, ya que —de verdad— nada de lo que escribí hoy me consta. Personalmente, no lo he visto, pero me lo contaron y no me queda más que usar la información para atraer su atención.

¿Será mejor no saber?


Cacerolazo en Chile. Ocho mil millones de dólares menos en la fortuna de Slim (11%). Aumentos en las consultas médicas, en los libros, en los medicamentos y hasta en los sopecitos con bistec. Crisis en las bolsas de Asia y Europa. Reaparecen encuestadores con un dejo de Síndrome de Estocolmo. Desaparecen empleados de Sección Amarilla. Woody Allen opina que los ultraconservadores son unos pendejos. Mi novio tiene una infección de garganta y tuvo pesadillas anoche. No me recupero de la gripa. Se cayó un puente en Periférico y los mismos negligentes concluirán la obra. A una de mis amigas le quitan la beca del doctorado, a otra no le han pagado los trabajos que ha realizado por honorarios en lo que va del año, una más lleva más de un año con una enfermedad culera que le controlan pero nadie le ha podido curar.

Estamos avanzando. La pregunta es hacia dónde. Anoche observamos vía Twitter los acontecimientos en Chile, como hace unos meses seguimos los levantamientos en el mundo árabe. La tecnología nos ayuda a hacer las cosas más rápido y mejor, a evitar la censura, a enterarnos antes, a terminar trabajos con más facilidad. Sin embargo, las cosas siguen haciéndose mal y de malas.

Sé que no debería ser así, pero ya se me está cayendo el pelo de la angustia. Necesito terminar de leer la novelita romántica de la temporada (Emma de Jane Austen) para descubrir que los malos serán castigados y los buenos, recompensados. Mis ilusiones están puestas en tres o cuatro libros que compraré la semana entrante, en un nuevo asesor de tesis que me ha leído y ha comprendido la magnitud de mi proyecto, en dos gatos encantadores y peludos que adolescentean y lo rompen todo, en tomar vitaminas para no volver a enfermar, en tomarme un vino con mis amigas, en compartir lo bueno aunque haya todo de malo.

Me jacto de leer al menos los encabezados todos los días. Puedo discutir de política, futbol y religión en contra de toda regla social. Me encanta opinar, aunque no sepa de qué estoy hablando. Y no sé qué me provocaría más angustia: saber lo que ocurre y que todo está de cabeza y no poder hacer nada al respecto; o vivir en un mundo en el que sé que todo está de cabeza pero no sé ni por qué ni cómo ni a qué me refiero.

“Si te provoca ansiedad, no lo veas”, es lo que me sugiere la mayoría. Pero no estoy dispuesta a perderme del chisme mundial por un poco de ansiedad. No quiero dejar de ver las mejores películas porque pueden alterarme los nervios. No dejaré de enterarme de los chismes de Murdoch, Ebrard o “la maestra” por no enterarme de que gente que no la debe ni la teme está desapareciendo. Y más aún, no dejaré de salir todos los días a trabajar, no dejaré de viajar en metro y no dejaré de leer antes de dormir por saber que la inseguridad nacional, el hambre culera en Somalia y el desempleo a nivel mundial van cada vez peor y parecieran no tener remedio.

¿Es mejor morir en la ignorancia? ¿Es mejor caminar por las calles sin darnos cuenta de que algo anda mal? ¿Es mejor no saber de dónde viene la lluvia ni cuándo se va a terminar? Ignorance is bliss, se dice. Benditos los que no leen las noticias porque de ellos será el reino de los sobrevivientes a la ansiedad, la gastritis, la úlcera, el infarto y la calvicie. Amén.

Cada quien sus miedos


Tenemos la mala costumbre de creer que sólo los niños chiquitos tienen miedos irracionales, miedos incontrolables, miedos incomprensibles. Pero no es cierto. Mis gatitos tienen miedo a los truenos, se asustan cuando aplasto las cajas y paquetes de cosas que llegan del súper, corren a esconderse cuando chifla la tetera. Mi perrita, que en paz descanse, tenía miedo a otros perros. Tuve un novio que tenía miedo al carrito de los camotes —al chiflido rudísimo, pues—, y un gran amigo que les teme a los pingüinos. Mi mamá, mi hermana y mi mejor amiga —que por casualidad son todas escorpión— les tienen miedo a los gatos. Yo le tengo miedo a la enfermedad, le tengo miedo a mi propia mente y le tengo miedo a la falta de empleo y a la consecuente pérdida de casa.

De niña me daba miedo la oscuridad, me daba miedo una de las mascotas que mi hermano mayor trajo a la casa, me daba miedo mi papá y me daban miedo las tormentas eléctricas. ¿De verdad he cambiado tanto? Creo que no. La diferencia es que esos miedos se han ido justificando con el paso del tiempo y la experiencia. Sigo temiendo a la oscuridad, básicamente porque si no sé qué hay me puedo caer, me puedo pegar, me puedo tropezar. No le temo a aquella mascota que trajo mi hermano, porque se murió, pero le sigo temiendo a lo desconocido. Mi papá ya no me da miedo, porque ahora que soy grande y no vivo con él no se entera si me porto mal. Las tormentas, eléctricas o no, me aterran a menos que todos los miembros de mi familia estén cada quien en su casita sanos, salvos y secos.

Total que no es de niños tener miedos. Es de todos. Tal vez por eso deberíamos  ser más comprensivos cuando alguien más manifiesta un miedo, ser apapachones, tratar de ayudarle a no sentir ese miedo No podemos proteger siempre a cada persona de cada cosa. Pero se valen las señoras que tienen miedo a la soledad, los señores que tienen miedo a la infidelidad, los niños que se despiertan asustados por las noches, los padres que temen no poder mantener a sus hijos, las madres que temen no saber salir adelante, los gatos que se esconden detrás de la estufa…

Tal vez el único remedio para tanto miedo es la comprensión. Evitarles a los que nos tocan lo que podamos. Hablar de algunos con los otros. Callar y comprender a los menos cercanos. Caminar con la mano por delante en la oscuridad. Andar con cuidado en la tormenta. Cerrar la puerta con doble cerrojo todas las noches. Tomar vitaminas. Meditar. Trabajar con todo nuestro empeño sabiendo que cualquier día nos dan una patada en el culín y nos mandan a volar, y ahorrar, y tener una velita prendida para cuando eso ocurra. Conocer mejor a los gatos, mandar callar al de los camotes, no tapar la tetera… Y escuchar y callar cuando alguien manifieste el más absurdo de sus miedos, aunque sea a los chícharos, a las arañas patonas o a que se termine el mundo.

Las princesas no se pedorrean


El tema del baño y sus sonidos y aromas es delicado por demás. Es terrible tener que entrar a un baño público y que huela a rayos. Más pinche es tener que lavarse los dientes en un baño que huela a rayos. Más pinche estar en el baño y que en la cabinita de junto haya alguien emitiendo sonidos que inevitablemente vienen acompañados de aromas e imágenes. Todos lo hemos vivido.

Y sí, somos eres vivos y como tal, todos nos pedorreamos, todos nos enfermamos y todos somos inevitablemente desagradables de vez en cuando. Pero deberían existir reglas de convivencia en cuestiones de baño que vayan más allá de jalarle, echar la basura en el cesto y evitar la mancha y la gota en la medida de lo posible. Porque todas estas incomodidades se evitan en los baños privados, en casa de la amiga, la madre, la novia. Pero no se pueden evitar en todas partes porque no todo el mundo recibió la misma educación y porque los baños de restaurantes, oficinas y casetas de cobro son visitados por cientos de personas al día.

En Sex and the City, Miranda se sacó de onda al punto del truene cuando un novio dejó la puerta del baño abierta. Toleró —y hasta intentó hacerlo ella misma— que hiciera pipí, pero cuando él se pedorreó sonoramente mientras ella, desde la cocina, decía que le gustaba el café con una rajita de canela, no hubo más. La misma pobre pelirroja se cuestionó sobre la delgada línea entre confianza y asco cuando le tocó lavar los calzones de Steve con una variedad diferente de rajita de canela. Carrie presumió que su relación estaba llegando a niveles enormes de compromiso cuando pudo hacer popó en el baño del novio, pero qué tal la sacada de onda el día que dormida se tiró un pedo y el güey tardó días en llamarla. Charlotte negó toda posibilidad de siquiera pensar en ir al baño en casa de un pretendiente o pretendido. Samatha tuvo la solución a todos los conflictos: sólo salir con hombres lo suficientemente ricos para tener dos baños, evitando así todo tipo de intercambio cultural.

Y es que, claro, para nadie es agradable que otro se tire un pedo. Toda la ternura hacia nuestras mascotas se termina cuando se pedorrean. No importa todo el amor que sintamos por un hijo, si se tira un pedo, se acaba la hora de los abrazos. Con la pareja una cosa es perderse el asco y otra tener tanta confianza.

Es verdad que todos nos pedorreamos, desde Barbie y Jesucristo hasta el taxista más feo, pasando por perritos, gatitos y bebecitos, pero el resto del mundo no tiene por qué saberlo. Si dormido te tiras un pedo, espero estar dormida también y no enterarme. Pero más aún espero que si dormida me pedorreo, tú estés profundamente dormido y, así, vivas siempre con la idea de que las princesas lindas, graciosas y educadas no se tiran pedos de ninguna manera. Incluso las parejas que más se aman y más se conocen deben conservar esta distancia.

No permita dios que se pierdan las formas. Que el paso de los años no nos permita caer en tal guandajés. Que el amor y la confianza no se traduzcan en aromas. Que tanto hombres como mujeres respeten el olfato del otro. Y que en presencia de terceros tengamos siempre en mente que todos sabrán que eres culpable porque tienes las orejas rojas.

Mascotas


Dicen los budistas que todos somos seres sensibles en busca de la felicidad: desde la pulga más pulga hasta la ballena más grande del mundo, pasando, claro, por personas, perros, gatos y tortuguitas. Tengo que confesar que a mí me cuesta mucho trabajo creer que una cucaracha o una rata sean seres sensibles en busca de la felicidad. Me niego a aceptar que busquen su felicidad cerca de mi casa y me resisto a creer que pueda generar mal karma fumigar para que esas alimañas desaparezcan de mi alrededor. Puedo creer que arañas, grillos y mosquitos sean seres sensibles. Moscas, no. Puedo creer que un ratoncito de campo sea un ser sensible, una serpiente, no. Pero con lo que no tengo dudas es con los animales bonitos, los cuadrúpedos peludos, los mamíferos acuáticos, las aves que no son de rapiña…
Y lo que pasa con estos animales bonitos es que nos gustan tanto que los queremos cerca. Queremos un perrito, un gatito o un pollito porque nos dan ternura, porque son agradables a la vista, porque son acariciables y porque nos hacen compañía. Lo que mucha gente no toma en cuenta antes de traer una mascota a casa es que no son de peluche.
A cualquier animal que traigas a casa tendrás que darle amor, educación, alimento, salud, higiene, respeto, diversión y espacio. Implican un gasto. Implican un esfuerzo. Cuando son chiquitos hay que estar ahí para enseñarles dónde es el baño, con qué no se juega, qué no es gracioso… Tutus de chiquita no me hizo batallar con el tema de la pipí, porque tenía desde siempre muy claro que el baño era afuera. Sin embargo, sí tuve que corretearla con cloro y trapeador, porque era bebé y le ganaba cuando iba de camino al patiecito. Le gustó la pata de la mesa del comedor pa mordedera y hubo que darle varios sustos golpeando con un palo una cazuela para que entendiera que eso no. Me endeudó con mi mamá por el equivalente a un celular y unos lentes. Rompió cada calcetín que dejé fuera de su lugar. Se enamoró de la salsa de tomate que traen las pizzas. Era una loca incontrolable cuando oía el ruido de una bolsita de papas, porque así sonaban sus deliciosos premios. De bebita jugaba tosco y pensé que jamás iba a poder educarla. Todos los veranos se le inflamaba la piel y le daba comezón y se rascaba hasta hacerse hoyos y había que limpiarla y curarla. Había que levantar sus cacas, lavar el patio, darle de comer, sacarla a pasear tres o cuatro veces al día, jugar con ella. Cuando le dio displasia tuve que cargar 28 kilos de pelo por las escaleras. Pero era mi amiga. Era mi compañera. Era parte de mi familia. Y todo eso lo hice con amor y con gusto, incluso las actividades más desagradables y apestosas.
Hay personas que traen a un animalito a casa y cuando ven que hace ruido y huele raro y hace cosas incomprensibles: lo amarran, lo olvidan en la azotea o lo abandonan en una calle.
Por eso es admirable la labor de los refugios, de las organizaciones civiles que rescatan animales de casas donde los maltratan, que los recogen en las calles y les buscan un hogar, que los esterilizan y los educan para que vivan felices y sean amados y no haya más perritos y gatitos regados por el mundo mendigando amor. Nadie tendría que mendigar amor.
Estoy buscando un hogar para los hermanos de mis futuros gatos y es una responsabilidad enorme. ¿Cómo puedo saber que irán a dar al lugar correcto? Y si luego descubro que no lo era, ¿qué voy a hacer? Y sería todavía peor nunca descubrirlo y no poder hacer nada.
No deja de sorprenderme que existan personas que pueden descuidar a un animalito que les da tanto amor incondicional, tan buena compañía, y que puede mantenerlos ocupados toda la vida. Con ellos nada es aburrido.

Falta de atención, cortesía o aterrador olvido


Esta mañana estaba leyendo que una de las principales causas para el Alzheimer, después de la genética, es la pereza mental. Lo achacan, por ejemplo, a dejar que otras personas decidan por ti qué peli vas a ver en el cine, si vas a comer palomitas con valentina o si te vas a regresar en camión. ¡Es terrible! Yo siempre he pensado que dejar que mi acompañante decida si vemos una u otra entre dos que me laten, es una cortesía, que compartir palomitas o nachos me da igual y lo que se le antoje al otro está bien, que andar en taxi o en camión da igual, siempre que vayamos juntos. Pero ahora sé que todas esas decisiones que he cedido son las causantes de mis olvidos.
Parece que el Alzheimer —también llamado demencia senil porque afecta principalmente después de los sesenta años— se divide en tres etapas: en la primera tienes pequeños olvidos que parecen falta de atención y que, como todos los tenemos, no preocupan a nadie. La segunda se reconoce porque los pacientes necesitan ayuda para hacer cosas que antes podían hacer solos, como transacciones bancarias o transportarse a un lugar. La tercera es cuando ya no reconocen a nadie, ni a sí mismos, su lenguaje es desorganizado y se vuelven en extremo apáticos o agresivos.
Me preocupa esto del Alzheimer. No sólo por hipocondríaca, no porque tienda a pensar que la enfermedad me atacará en la senectud, no porque crea que mi destino está en el absoluto olvido. Me preocupa porque con alarmante frecuencia olvido mis palabras. Digo que algo está en el horno cuando quiero decir el refri. Me olvido de detalles de cosas que hice ayer. Cambio “voy a amarrarme las agujetas” por “voy a sacarle punta al lápiz”. En fin, creo que me he dado suficientes golpes en la cabeza durante mi vida y ya me afecté el coco.
Quiero decir que no puedo asegurar que lo mío sea Alzheimer. Sigo siendo muy joven para que me ataque la demencia senil. Pero no puede ser que con tan alarmante frecuencia se me olviden las cosas. No me preocupo mientras siga reconociendo a mis amigas, a mi noviecito santo, a mi madre… No me preocupo mientras sepa llegar a mi casa, aunque dé un par de vueltas de más. No me preocupo mientras sepa dónde es mi trabajo, cuál es mi función y qué día sigue después del domingo.
El artículo decía que es necesario ejercitar la mente para que el Alzheimer no llegue. Algunas opciones que daban en el artículo eran jugar sudoku, resolver crucigramas y cepillarse con la mano que usamos con menos frecuencia. Se me ocurre que debe ser de utilidad también leer, meditar, conversar, jugar ajedrez, aprender algo nuevo… Algunas de estas cosas las hago ya. Otras las intentaré y sugiero que todos hagamos lo mismo. Así no tendremos que dejar de ser corteses permitiendo que otros decidan qué habrá para cenar o qué programa veremos en la tele y tampoco nos atacará la falta de memoria aterradora. O en todo caso, en 30 años les platico…

Operación Cinturón: Manos a la obra


Toma tu vida —o tu cinturón— en tus propias manos. La única forma en que se aprieta es quelo recorras un hoyito. En otras palabras, ¿cuáles son los pasos a seguir para no terminar con los bolsillos vacíos?

1)      Decídete a hacerlo. Tomar esta decisión implicará ciertos sacrificios. Pero el hecho de no satisfacer cada uno de tus deseos al instante no te perjudicará, por el contrario, te convertirá en una persona de carácter.

2)      Ya hiciste una lista de lo que tienes y lo que necesitas. Ya tienes la claridad de cuánto dinero necesitas todos los días para comer, transportarte y satisfacer otras necesidades y uno que otro antojo. Ahora llévalo a cabo. Si necesitas llevar en la bolsa únicamente el capital para el día y dejar tarjetas y demás efectivo en casa, hazlo. Las trampas son necesarias para quienes necesitan cortar de tajo.

3)      Elige una denominación y guárdala. Alguna vez mi contadora me dijo que guardara todos los billetes de 20 pesos. no es mala idea, si cada cambio que recibes lo guardas, algo juntarás para el fin de mes. Yo he decidido poner billetes de 20 en un calcetín, monedas de 10 y 5 en el cochinito y los centavos en una cajita en mi oficina. Así siempre hay cambio, pero además hay algo para esas chelas el fin de semana o esa inevitable pizza una vez al mes.

4)      Ya sabes con cuánto dinero cuentas para súper al mes. Mantente pegadito a tu presupuesto. Haz una lista y no compres nada que no esté en la lista. Lleva una calculadora al súper. Si te sobra dinero, podrás darte un gustito. Si has gastado de más en otros rubros, tendrás un refri más vacío de lo planeado.

5)      ¿Realmente lo necesitas? Hazte esta pregunta cada vez que vayas a hacer un gasto fuera de lo habitual. Claro que necesitas zapatos, y ropa, y crema para la cara, y un cigarrito, y un café y una chela y una galleta y un lipstick y todo. Sólo asegúrate de que no sea un gasto idiota. Que las cosas que adquieras valgan lo que cuestan y, más que cualquier otra cosa, que no sea el tercer suéter gris en tu closet, el quinto par de zapatos negros cerrados de tacón, o la quinta playera tipo polo color naranja que NUNCA vas a usar…

Operación Cinturón: las enseñanzas de la abuela


Es por muchos conocida la técnica de los sobres —que por alguna misteriosa razón se conoce como técnica de los tinacos—, pero son muy pocos quienes la ponen en práctica… básicamente porque les da flojera contar.
Si usted ha seguido este blog con mucho cuidado durante las últimas horas, es probable que ya haya hecho su lista de gastos mensuales y sepa con qué presupuesto cuenta. Bien. Ahora cuente. ¿Cuántos gastos fijos tiene? Renta, súper, gas, luz, agua, teléfono, transportes, colegiatura… Vaya ahora mismo a la papelería y compre tantos sobres como gastos fijos tiene. Márquelos con sus nombres respectivos, con tinta indeleble y por ambos lados —en realidad no es para tanto, pero el chiste es que no se haga güey—.
Ahora haga una lista de cosas que no hay que pagar siempre pero que hay que resolver: tarjeta de crédito, deuda con el novio, tenencia, seguro… Y haga cuentas. La tarjeta tendrá prioridad para que los intereses no le coman el mandado. Pague el mínimo al tiempo que corta la tarjeta en dos. Es importante para algunos tener un plástico, por viajes o emergencias. Pero evite a toda costa tener más de uno.
Si este mes no le sobró dinero, deje los demás gastos extras para el siguiente mes. Lo importante no es liquidarlo todo ahora, sino conciliar el sueño por las noches. Continúe pagando el mínimo a la tarjeta hasta liquidar el total de su cuenta. Y, por amor de dios, ¡deje de echarle piedras al costal!
Una vez resuelto el conflicto bancario —que implicará sacrificios, pero le reducirá las líneas de expresión— podrá pagar deudas a padres, novios, abuelas y vecinos, podrá adquirir un seguro de gastos médicos mayores que le permita caerse de la manera más torpe al más puro estilo superman y acudir al hospital para que le den los primeros auxilios necesarios sin temer a la banca rota. Y, tal vez, si se organiza muy bien, incluso vuelva a salir del país en unas bonitas vacaciones.

Operación Cinturón: 10 tips para bajar gastos


–    Desayune en casa. Un plato de cereal con leche y una manzana no puede ser un gasto del otro mundo.
–    Traiga el café de su casa. Sabemos que el café de todas las oficinas del mundo es horrendo. Pero un termito (que equivale a dos tazas) no llega a los 50 pesos, el medio kilo de café rinde para un mes y el agua puede incluso ser de la llave. Al final cada taza de café le costará poco más o menos un peso con cincuenta.
–    Deje el auto (y reduzca emisiones). Si tiene un auto y su trabajo es relativamente cerca, vaya en bicicleta. Si no es tan cerca, seguro que en el camino hay quien vive o de camino hay quien pase. Haga rondas, como en la primaria, y divida los gastos entre los pasajeros. Si no tiene auto, lléguele al transporte público, subieron los taxis, pero el Metrobús cada vez cubre más espacios.
–    Cambie sus medicamentos por genéricos. NO similares. Genéricos.
–    Rellene su botella con agua del garrafón. Si se llena de agua es menos probable que se le antoje un chocolate. Sólo no permita que se estanque durante el fin de semana, porque puede salir más dañado su sistema que su cuenta bancaria.
–    Compre una variedad de sobrecitos de te y guárdelos en el cajón junto con su tacita, se ahorrará los 20 de un té callejero. Y si se pone abusado, puede compartirlo con sus colegas por una módica cantidad. (Asegúrese de que su contrato no lo prohíba)
–    Camine de regreso. Pocas cosas son tan agradables como una caminata tranquila entre los carros y el smog. Esto le ayudará a ahorrarse la clase de yoga o Pilates y le abrirá el apetito para que disfrute más su meriendita. Importante: Procure in regaderazo antes de cenar, porque el respeto al olfato ajeno es la paz.
–    Lea un libro. Dejar de pagar televisión por cable lo ayudará a dormir más temprano y a dar un mejor uso a sus horas nocturnas (y del fin de semana). Leer, pasear con la familia y cenar en el comedor como la gente son hábitos olvidados desde que Dios inventó Warner Chanel.
–    Reduzca sus consumos. La única forma de no pagar la luz, es no prenderla. Claro que hay actividades que se complican sin luz. Pero desconecte todos sus aparatos antes de salir de casa. Tome en cuenta el tiempo que esto le lleva, de modo que no llegue tarde a trabajar. (Recuerde: conservar el empleo es prioridad)
–    Nada de préstamos. Es mejor hacer sacrificios, andar con los bolsillos vacíos y la cuenta de banco en ceros que vivir en números rojos. Además, no es bien visto andar pidiendo lana toda la vida.
Y recuerde, todo esto es temporal, en lo que bajan los precios, se recupera la economía y llega el tan prometido aumento. Ya será el día en que pueda despilfarrar. Y entonces no estará interesado porque se habrá acostumbrado al bienvivir con el cinturón apretado.

Operación Cinturón


(O la segunda etapa menos peliaguda de la Operación Mahatma Gandhi)

Hay dos tipos de tragedia: la de quien no se puso el cinturón, y la de quien no se lo apretó. Por supuesto que la seriedad de la segunda no le llega ni a los talones a la primera. Pero hay que tomarla en cuenta de todas maneras.
Seguro que usted, querido lector, ha estado ahí. Llega el fin de mes y no tiene ni para una sopa de fideos chica del Sanborns. El taco de canasta dividido entre tres no sabe. La Maruchan no es lo mismo si no quedaron limones en el refrigerador. Antier me regañaba un taxista —cuando le pagué un servicio de 25 pesos con un billete de 50— “Claro, es que es quincena. Ahora pagan con billetes grandes y cuando termina la quincena andan juntando sus centavos para pagar”. A saber si así será. Yo lo que pienso es que 25 pesos de cambio no tendrían que ser tanto pedo y que el señor es muy afortunado de percibir un dinerito diario.
Pero bueno, para los que cobramos una vez al mes, la organización es de lo más importante. La Operación Mahatma Gandhi tiene una segunda etapa en que ya no es necesario vender hasta el colchón para salir adelante, pero sí ordenar las finanzas para tener un bocado al menos cada día.
Hay gente que tiene un talento especial para ordenar sus finanzas. Hay quienes tienen un talento especial para que el dinero no llegue a fin de mes. Hay quienes incluso ahorran para el retiro. Y hay quienes viven al día y no se enteran de nada porque ni les faltan zapatos, ni extrañan la playa ni se van a la cama con hambre. Esta segunda etapa —también conocida como Operación Cinturón— sugiere técnicas de organización económica para el pequeño burgués. Por ejemplo:
Haga una lista de gastos fijos y súmelos. Si el total supera la suma de sus ingresos, cierre la libreta y salga a conseguir otro freelance. Si el total es considerablemente menor a sus ingresos, ¡lo felicito! Usted está listo para acceder al emocionante mundo de los fondos de ahorro y le recomiendo que lo haga antes cuanto antes, para gozar de un feliz retiro. Si el total de sus gastos, como el mío, es casi idéntico al número que aparece en su cheque, ayúdeme a pensar la solución… Y si ya la tiene, no sea malito y deje un comentario en este su blog.