Archivos Mensuales: octubre 2011

Y este mundo que no se acaba…


Desde siempre han existido quienes predicen el fin del mundo. Siempre hay un loco o varios que aseguran que conocen la fecha. Nostradamus decía que el mundo se acabaría en algún momento entre 1999 y el año 2000, y aquí seguimos. Cierto que un año después se cayeron las torres gemelas y fue el fin de un mundo de unas personas y de una seguridad. Tal vez, Nostradamus era proyankee, y un margen de error de un año se le concede a cualquier profeta.

Hace años, los de Mono Blanco empezaron a difundir el rumor del fin del mundo y dieron solución a nuestros problemas: “Si un día me has de querer, te debes apresurar”. No sabemos cuándo se vaya a terminar el mundo, pero en todo caso debemos apurarnos a amar, antes de que nos palaste un RTP.

En 1987, R.E.M. lanzó el sencillo “It’s the End of the World as We Know It” y, como todos recordarán, seguían sintiéndose bien. Supongo, por lo tanto, que el fin del mundo no es tan aterrador como suponemos.

Ahora se habla del fin del mundo en las cantinas, en las banquetas, en las sobremesas familiares, en las fiestas, en las oficinas, en los microbuses, en el radio, en la tele, en la red… Los mayas dijeron que el mundo se nos iba a terminar en 2012. Todavía es un misterio la razón por la que los mayas abandonaron Palenque, pero ese abandono sugiere que ellos se equivocaron por varios más años que Nostradamus. Todavía no podemos asegurar que el mundo no se vaya a terminar el año entrante, pero sin duda el mundo maya —como ellos lo conocieron— terminó hace mucho tiempo.

Otro fin del mundo que parece aproximarse rápidamente es el árabe. Los países árabes de África han pasado por levantamientos, guerras, guerrillas y rebeliones fundamentales en el último año. Desde principios de 2011 nos hemos preguntado si este será el fin del mundo árabe como lo conocemos. Ayer publicaron en todos los medios una serie de videos bastante perturbadores de la muerte de Muamar Gadafi. Ayer mismo publicaron en los periódicos el cese definitivo de la actividad armada de ETA. Hay quienes todavía no se la creen, y decir que esto es el fin del mundo sería un poco exagerado, pero es sin duda el fin de un par de eras.

Según el locutor de radio cristiano Harold Camping el mundo se termina hoy. Son casi las dos de la tarde en mi huso horario y no parece que se vaya a terminar el mundo. Él se basó en una serie de cálculos de los números en la biblia. Pero ya en marzo de este año se equivocó de fecha… ¿Por qué habríamos de creerle esta vez? ¿Cuáles son las señales?

Cierto, hoy Obama anuncia la salida de las tropas gringas de Irak para finales de 2011, después de 9 años. Cierto, se cayó un helicóptero en el sur de la ciudad de México, en Viveros, en una banqueta a las 10:10 de la mañana, entre autos, personas, perros y ardillas. Murieron dos personas y vuelven a despertar las sospechas de “complots” entre los mexicanos. Cierto, estoy pasando por un momento crítico en mi educación editorial que contaré el día que me retire (o antes si recibo señales de que el mundo se va a acabar).

Así estamos, rodeados de profetas, matemáticos, músicos y rebeldes que sugieren el fin del mundo, o de un cierto mundo; rodeados de señales si así queremos tomarlas; rodeados de la misma sociedad hundida hasta el codo en mierda tratando de encontrar algo en qué entretenerse.

Si es el fin del mundo, el fin de un cierto mundo o el fin de una era, el fin de la violencia o sólo el fin de un sexenio, ya lo sabremos. Mientras tanto, cada uno haga su tarea: se acabe o no se acabe el mundo, apresurarnos a querer no puede ser tan malo.

Y hablando de citas


El mundo de las citas es complejo, pero no en esencia. Nosotros lo hacemos complejo. ¿Qué puede ser tan difícil? Un hombre conoce a una mujer —o un hombre conoce a un hombre, o una mujer conoce a una mujer—, se gustan, conversan, se caen bien, intercambian datos, se contactan, salen, conversan, se siguen cayendo bien, se besan, se vuelven a ver, se lían, van al cine, salen con amigos, se presentan a sus padres, y mientras, se besan… Y así toda la vida repetido hasta la eternidad. Algunos se irán juntando, otros se irán casando, algunos tendrán niños, otros tendrán gatos. Algunos comprarán casas y otros comprarán autos. Algunos se quedarán juntos para siempre y los más terminarán separados (lo cual permite que siga la mata dando). Pareciera muy simple.

Pero, ¿por qué hacerlo fácil si puede ser complicado?

Un hombre conoce a una mujer y se gustan, pero es la mujer de su hermano.

Un hombre y una mujer conversan, pero él opina que ella es una estirada y ella, que él es un naco.

El chico le pide el teléfono a la chica y la chica se lo da mientras piensa qué pretexto pondrá para no salir con él, si no le da uno falso.

Él llama. Ella sale sólo por el placer de ir a un sitio lindo a cenar algo rico gratis. Él, porque está seguro de que después se van a liar.

Durante la cita la conversación es aburrida. Y aquí hay tres posibles escenarios: ella se emborracha y llora por el novio que la dejó hace seis años; él se emborracha y pone la música que le recuerda a su ex mientras llama a sus amigos; o ambos se emborrachan y en efecto se lían, más por inercia que por gusto y terminan con tremenda culpa.

Al día siguiente ella quiere desayunar, él no quiere ni verla. Ella lo acosa incansablemente porque asegura que se enamoró. En realidad lo que quiere es justificar una noche descontrolada con un casi extraño. El casi extraño no quiere ni verla porque ella actúa como si trajera el kit de novia en el bolso de mano.

Finalmente van al cine. Él acepta verla, siempre que sea en un sitio público y oscuro donde no puedan charlar.

Ella le presenta a sus amigas, a él le gustan todas. Él le presenta a sus amigos, todos la ven raro porque es una acosadora.

Ella lo invita a comer a casa de sus padres. Él declina porque le parece demasiado compromiso. Ella ruega que él le presente a sus padres, él responde que primero huérfano.

Pero claro, mientras hacen este baile de la seducción y la vergüenza, de la persecución y la huida, del coqueteo y la doble cara, sigue habiendo sexo. Ese elemento que todo lo complica. No son novios, no son amigos, en realidad no sienten nada uno por el otro, ambos preferirían estar con alguien más, pero ella se empeña y él se deja o viceversa (OJO que todo lo que he dicho puede ser  “o viceversa”). Ya ninguno de los dos recuerda qué es lo que le gustó del otro. Hacen el sexo para no conversar. Ni dios lo mande, pero cualquier día se embarazan y quedan unidos para siempre. En una de esas, con chamaco de por medio, la cagan lo suficiente y hasta se casan. Empiezan una nueva vida juntos de pareja o similares, como padres de familia, poco a poco se van alejando físicamente y se acercan emocionalmente. Se acostumbran uno al otro. Se quieren. Son como hermanos. Por suerte siempre se respetaron y nunca voló una jarra. Pero nunca se separan, porque más vale malo por conocido que bueno por conocer.

Dinner and a movie??


Así conocemos típicamente, gracias al mundo del espectáculo gringo, a la cita perfecta. En nuestra cultura no sé si sería cena y película o cena baile con show de variedad. Eso de las citas es raro, casi imposible.

Confieso que no soy una experta en el tema. Creo que en mi vida he tenido tres citas reales: una a los 17 años, otra a los 22 y otra a los 30. La primera fuimos a un concierto, conversamos y luego me llevó a mi casa. La segunda quedamos a comer, caminamos por el parque, comimos helado y luego lo llevé a su casa. La tercera, pasó por mí a mi casa, fuimos a cenar y luego me llevó a mi casa. ¿Romántico? No precisamente. ¿Planeado? Sí, lo suficiente como para sentir mariposas en la panza la noche anterior. ¿Emocionante? Sí, en especial la última porque a los 30 yo pensaba que esas cosas ya no pasan. ¿Divertido? Sin duda.

Y entonces, ¿por qué no pasa más seguido? Creo que porque no damos oportunidad. Bah, nos encontramos con amigos a cenar, pero no son citas. Vamos al cine, pero no es una cita. Salimos con un chico y, en ocasiones, él paga. ¿Eso es una cita? Si hay un chico con el que he ido al cine y a cenar durante un año, en ocasiones él me invita y otras cada quien paga lo suyo, ¿han sido citas? ¿O han sido idas al cine con el chico?

Si el chico es tu novio y estás enamorada de él y él de ti y salen a cenar y él te invita, ¿es una cita? ¿O son una pareja que salió a cenar? Una pareja que ha estado casada durante 30 años y sale a cenar un viernes por la noche, ¿está en una cita? Tal vez depende de si salieron porque no había nada en el refri, porque tenían flojera de cocinar o porque tenían un antojo particular. Pero entonces, para que una salida sea considerada una cita, ¿tiene que haber cosas en el refrigerador? No tiene sentido…

¿Entonces qué es lo que convierte una salida en una cita? No es lo que te pongas, no depende de quién pague, no tiene que gustarte (o las citas a ciegas estarían fuera de la ecuación), no se trata de flores o chocolates, no se trata de vino tinto o mezcal, no se trata de quién pase por quién o dónde queden de verse, no se trata de quién escoge la peli… Se trata, a mi parecer, de la intención.

Si hay mariposas en la panza, si te preocupa traer el rímel corrido, si te das una peinadita antes de verlo, si desde el momento de concertar la cita hasta el momento del encuentro no puedes esconder la cara de tarugada, si no te importa el plan con tal de estar juntos… entonces, creo que es una cita.

Pueden haber besos, una manita en la otra, unas ganas tremendas de saltarle encima, o no. Lo que importa es el deleite, los nervios, el gusto, las ganas de que se repita.

Las comedias románticas nos han enseñado un modelo de cita, uno que siempre termina con un beso. Si no hay beso de buenas noches, si no hay café, la cita fue un fracaso. Pero no es cierto. El éxito de la cita está en la experiencia en sí, en la emoción del momento, en las expectativas cumplidas. Yo voto por dejar de buscar la cita perfecta al estilo Warner Brothers y encontrar la cita perfecta para cada quien.

El verdadero mundo de las citas: ELLA (parte 1)


Las series de televisión, las telenovelas, las comedias románticas y los libros de amor para jovencitas nos han enseñado un modelo de preparación para una cita, un modelo de cita, y varios modelos de postcita.

Pero ninguno de estos modelos reflejan toda la verdad. Sí, nos dan tips para prepararnos. Nos recuerdan, por ejemplo, retocarnos las raíces del pelo, darnos un regaderazo, depilarnos las piernas, lavarnos los dientes, ponernos el rímel y estrenar una falda… Esto, claro, si el galán en cuestión tiene la decencia de comunicarse con al menos un día de antelación.

Pero en estos tiempos eso ya es mucho pedir. Es de hecho, mucho pedir que te llamen por teléfono. Si bien nos va nos echan un correo (y si bien les va, lo veremos antes de la hora de encuentro) o un mensajito de texto que entre las fallas de red de las compañías de telefonía celular, ya te puede llegar en ese momento o siete días después. El caso es que el mail o el mensaje que se envía el mero día no da mucho margen para prepararse. Sé de casos de señoritas que han faltado a la cita porque no sentían que su ropa fuera la adecuada. Sé de señoritas que ya tenían un compromiso previo. Y sé de señoritas que temiendo —sí, digo bien: temiendo— un encuentro sexual, han preferido declinar e irse a sus casas a ver la televisión.

Claro, también existen las muy dueñas de sí mismas que no se intimidan ante nada, o las que siempre están preparadas, las que aceptan salir con un joven apuesto el mismo día, saliendo de la oficina, sin oportunidad de más preparativos que una cepillada de dientes. Dios las bendiga: tan intrépidas, tan precavidas, tan naturalmente bellas.

¿Y entonces qué pasa? ¿Cómo transcurre la fabulosa cita? Por supuesto que con tanta premura no podemos esperar que el chico en cuestión tenga pensado el lugar al que irán. No podemos esperar que ella tenga guardado un Little black dress en el cajón del escritorio, no podemos suponer que él tiene preparada una velada con rosas, champaña y caviar. No podemos juzgarlo por presentarse vestido como fue a la oficina. De hecho, se lo agradeceremos, pues nosotras nos presentaríamos exactamente así.

¿Y a dónde vamos? ¿Qué se te antoja? Son las seis de la tarde, terminaste de comer a las cuatro, no tienes hambre. ¿Ir a tomar algo? Que él proponga el sitio. Estás cerca de tu oficina y no quisieras encontrarte con tu jefe y su pandilla. Pero tampoco quieres ir a un barecillo de oficinista de medio pelo. No quieres ir a dar al piano-bar decadente de la esquina, no quieres la hora feliz del Sanborns, no quieres caminar sin rumbo y terminar en cualquier agujero porque los agarre la lluvia. Si tan sólo hubiera elegido un lugar para verse ahí, si hubiera pasado por ti. Pero parados en esa incómoda esquina donde quedaron de verse, rodeados de la multitud que baja del metro, y nerviosos… En fin. Terminan yendo a cualquier restaurantito agradable por la zona.

¿Qué pides? ¿El invita? Con tanta informalidad para la invitación y el encuentro, tal vez esto sea más de cuates. En ese caso, cada uno debería pagar lo suyo. Bueno, traes tu dinero. Pero en ese caso, sería ridículo coquetear. ¿Habrá besos? ¿Habrá sexo? ¿Y ahora qué haces con tus nervios? Todo el día con un hueco en la barriga para que resulte que eran unas chelas de cuates… Pero, ¿y si no? Por dónde llevar la conversación. Más vale quedarse calladita, sin hacer muchas preguntas, evitar los monosílabos para no parecer demasiado tímida, pero no hablar de más. No sea que este sea el bueno y la riegues con tus cantos.

¡Funcionó!


No, no hice sopa de gato, no los estrangulé y no los encerré en la lavadora. No los aventé por la ventana, no los mandé por las verduras al súper ni los amarré a la pata de la cama. No hice un hechizo que los convirtiera en seres racionales con los pies, literalmente, en la tierra. No los disequé. Tampoco dejé que se espinaran las narices, que se metieran en la bolsa de la basura orgánica o se acercaran peligrosamente a un cuchillo con el que picaba mis pepinitos. Simplemente seguí el consejo que me habían dado todos desde el día cero…

Cuando decidí adoptar un par de gatitos le preguntaba a todo el mundo cómo haría para educarlos. Todo mundo me dijo lo mismo: “Con un rociador de agua”.  Me imaginaba jugando Misión Imposible con los gatos, saliendo de detrás de las paredes a dispararles un chorro de agua. Y como una de mis amigas me dijo que no abusara de este recurso porque entonces se acostumbran y ya lo toman a juego, y como me di cuenta de que mis gatos son poco convencionales y les encanta el agua, ni intenté lo del rociador.

Ayer, como habrán notado, me estaba volviendo loca. Se me subieron, literalmente, a las barbas y los quería colgar del tubo del que descuelgan mi toalla todos los días. Decidí ir a buscar el famoso rociador. Nueve pesos pagué por él, pero más trabajo me costó aguantarme la tarde entera para llegar a mi casa a probar su eficacia.

Tengo la certeza de que no será mágico, que no será de la noche a la mañana que agarren la onda de que quiero sus cabezas fuera de mi plato, que quiero mis toallas colgadas donde yo las dejo y que el papel higiénico no es un juguete para liberar ansiedades felinas. Pero puedo decir con orgullo que hoy pude prepararme una comidita para llevar a la oficina, sin bigotes de gato: un pequeño paso para la humanidad pero un gran paso para la locaza que decidió vivir con dos gatos sin saber en la que se estaba metiendo.

Dicen mis amigas que pronto bastará con que vean el rociador y que luego ni por la frente les pasará la idea de hacer travesuras de las que vuelven la convivencia imposible… Dios mediante, hijas mías, dios mediante.

En estado de sitio


Traje un par de gatos a mi vida y ahora hay días en que desearía que fueran de peluche. Son hermosos y suavecitos. Podría disecarlos y acomodarlos en posición de descansar mientras observan desde las alturas. Así, ya no le darían alergia a la gente que antes me visitaba, dejarían de regar pelos por toda la casa, no habría un nuevo objeto roto cada día y —lo más importante— me dejarían hacer mi vida en paz.

No me malentiendan, por favor. Cuando son tranquilitos son adorables y cuando andan juguetones pero sin ánimo destructor me fascinan. En general me río mucho con ellos y me encanta su ronroneo. Pero esos días de energía negativa y emociones perturbadas en que todo lo rompen y no me dejan hacer nada me dan ganas de llorar.

Ayer, por ejemplo, desperté  sintiéndome no muy bien de ánimos y fuerzas. Descubrí el rollo de papel higiénico destrozado por todos lados, desde el baño hasta la cocina. Ok. Barrer. Pero ellos, que piensan que todo es un juego, saltaban para atrapar la escoba, se acostaban a descansar en el recogedor, robaban lo que ya había recogido, trataban de meterse al basurero por el resto… ¡Es sólo papel! ¿Para qué lo quieren?

Quería desayunar frutita, así que me pelé unas tunas. Necios, metían las narices a la bolsa. ¿Una espina para llevar? Se acercan peligrosamente al cuchillo, a las cáscaras, a las frutas peladas… Quieren todo lo que es mío y yo les doy mucho con gusto, ¿pero espinas, tunas y cuchilladas? No parece lo mejor para nadie.

Me preparé una sopa a la hora de comer: ¿agua en la cazuela? ¡Hay que probarla! ¿La estufa prendida? ¡Veamos cómo es! ¿Moverle al caldo? ¡Yo también quiero probar! Claro, mientras la sopa esté en la estufa, hay que estar con ellos, y a la hora de comer la sopa hay que pelear contra ellos para que me dejen en paz. Total, el multitask en mi vida se reduce a que las cosas pasen mientras me cuido de los gatos.

Me encanta que sean encimosos. Me encanta que quieran estar todo el tiempo conmigo y me encanta que me miren y me hagan “miá”. Lo que no soporto es que no me dejen dormir, ver la televisión, o comer con calma. Me choca muchísimo que no puedo tener en el baño una toalla, una esponjita o una gorra para no mojarme el pelo. Me molesta que las plantas vivan escondidas de ellos, que mi canasta de frutas viva sobre un librero y las frutas en el refri… Cualquier cosa que deje a su alcance será destruida.  Mi casa no parece un lugar habitado y yo me siento como turista de paso toda la vida.

He decidido, ayer, que recuperaré mi espacio. Puedo con la arena esparcida por todo el hogar, puedo con los juguetes tirados por todos lados, puedo con las alergias de mis amistades y con ser mucho más ordenada por una mejor convivencia. Pero me niego rotundamente a batallar para poder comer lo que se me dé la gana donde se me dé la gana, a temer salir de mi habitación, a preferir cualquier baño que el mío por falta de toalla, porque el papel está escondido, porque un par de felinos quieren saber qué es lo que estoy haciendo cuando me siento ahí… ¡Libertad a los presos de los felinos! Se acabó el estado de sitio. He dicho.

 

¿Me dijiste ñañañaña?


Si nacemos sin saber hablar, entonces nacemos también sin saber interpretar, malinterpretar, insultar y arremedar. Aprendemos a hablar en nuestras casas, por nuestros padres. Pero si a nuestros padres les molestaba ser arremedados, quiero suponer que no arremedaban. ¿Entonces dónde aprendimos? “En la escuela”, dirán ustedes. ¿Pero de quién? ¿Del hijo de alguien a quien le gusta ser arremedado? ¿Quién fue el primer arremedón que trajo a nuestras historias ese puto vicio que deberíamos erradicar?

Y es que, cuando una persona arremeda a otra siempre es a partir de una emoción perturbada. Cuando un niño arremeda a la madre es porque le caga que la madre le niegue un permiso, un dulce o cualquier otro placer. Y eso lo podemos entender, porque de niños y adolescentes vamos tratando de aprender a relacionarnos. Necesitamos darnos un par de topes contra la pared de modo que aprendamos a no hacer esas cosas raras que tanto nos complican la vida. Sin embargo, cuántos topes nos hemos dado en la vida y seguimos —siendo adultos— arremedando a los demás. Un millón…

Siendo muy honesta, a mí me sale lo arremedona con alarmante frecuencia. Arremedo cuando me molesta una actitud en el otro. Me molesta tratar de conversar seriamente y que mi interlocutor empiece a burlarse. Entonces arremedo su risa porque, francamente, en ese momento me parece el ruido más pendejo que he escuchado.

Soy quejumbrosa y a la gente le da por arremedar eso. Es molesto, pero tengo que admitir que las quejas también lo son. Así que me toca aguantarme esas y buscar la forma de quejarme menos: del tránsito, de la violencia de los conductores, de lo poco que gano, de cómo el tiempo no me alcanza. (Y aclaro que esto no significa que permitiré que la gente haga conmigo lo que le venga en gana sin protestar cuando me sienta incómoda.) Pero cuando me malinterpretan es, tal vez, cuando más agredida me siento. Cuando alguien me arremeda dando un tono a mi voz que yo jamás le di. Cuando dan por hecho que si lo hubiera dicho en voz alta habría sido “así”, cuando en mi cabeza sonaba “así otro”.

Supongo que, al final, lo que me molesta es la gente que insulta sin entender, que arremeda sin averiguar, que malinterpreta con certeza cuando nunca ha tenido la certeza de saber interpretar.

Aprendimos a hablar por imitación. Aprendimos a arremedar por lo mismo. Aprendimos a insultar, a reaccionar y a protestar porque vimos a alguien insultar, reaccionar y protestar. Pero nunca nos detuvimos a interpretar, a averiguar, a preguntarnos si las cosas son como creemos antes de responder con una culerada.

Conocí a un señor que dormía con una pistola en el buró y decía “Si entras a mi casa y estoy dormido, es mejor que avises desde la puerta que eres tú, porque yo primero disparo y después pregunto”. Esto es, más o menos, lo que hacemos al dar por hecho que alguien nos ha hablado feo o nos ha ofendido de cualquier modo: reaccionamos ante lo que creemos que es un insulto y luego de malinterpretarlo, devolver el insulto, arremedarlo y pelear, damos oportunidad al otro de explicarnos que nunca dijo lo que pensamos que dijo.

En vez de dominar el arte de la mala interpretación, el arremedo y el sarcasmo, estimado lector, yo le suplico que intente dominar el arte de preguntar antes de disparar.