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Vincularse a las patadas


Que los bebés se mueven cuando están en el útero lo sabemos todos. Benditos movimientos que te permiten saber que tu bebé está vivo, despierto y que tiene habilidades motrices. Benditos movimientos que te recuerdan que debes tomarte la “Materna” cada mañana, que no estás sola, que te ayudan a aguantar el ansia hasta el siguiente ultrasonido, y que despiertan tantos nervios, tantas preguntas y tantas ganas de conocerlo/a YA… ¡Cuánta responsabilidad para esos movimientos tan pequeñitos!

Bueno… tal vez no es correcto llamarlos pequeñitos. Al principio, sí. Se sienten como palomillas revoloteando dentro de un frasco. Luego los movimientos van tomando forma, va siendo más fácil imaginar (aunque todo pueda ser una enorme ficción) con qué parte de su cuerpo se manifiesta la criatura.

De pronto un día tienes chueca la barriga. Primero crees que estás alucinando, que seguramente tú estás chueca. Te acomodas, reacomodas, giras. Te miras en el espejo, piensas que puede ser el ángulo desde el que te ves. Lo comentas con una amiga y te da la razón: tienes la panza chueca. Probablemente la cabeza o el culiflín de tu bebé están recargados del lado derecho del útero haciendo que ese lado se vea más grande.

El aleteo de las palomillas deja de sentirse como tal, convirtiéndose en una espesa burbuja de lodo o lava o chapopote que crece y se revienta. Crece y crece y ¡pop! como de caricatura. ¡Y se ve! Puedes notarlo a través de la ropa, en especial cuando estás sentada o recostada en paz. Crece y revienta. Crece y revienta. Podrías creer que tienes serios desajustes gástricos. Pero lo más probable es que sea tu hijo.

Luego, un buen día, algo pasa que te acuerdas de ese capítulo de Friends en el que Phoebe está embarazada de los trillizos de su hermano, se asoma por su propio escote y grita “Don’t make me go in there!”. Jovencito (o señorita): esas se llaman patadas y esta a quien usted patea es su madre. Tengo que confesar que, en general, me parece muy divertida la sensación. Es un problema porque me distrae y cuando estoy trabajando me cuesta trabajo concentrarme y me dan ganas de comer algo delicioso que le contagie mi alegría, o bailar, o reír a carcajadas o alguna otra de esas cosas que he descubierto que despiertan a mi ninja baby. Lo único que se siente raro/feo es cuando entierra alguna extremidad —se me antoja que sea su pie izquierdo— en una de mis costillas. Esa sensación no está tan padre.

De ahí en fuera, mi bebé y yo nos comunicamos a las patadas. Es la forma que tenemos para vincularnos e irnos conociendo, por ahora. Patea una vez si quieres uvas, patea dos si prefieres guayabas.

He descubierto que le gusta el chocolate bueno, con harto cacao. Le gusta cuando su mamá canta —o aúlla— las canciones con las que creció. Le gusta especialmente “Orange Colored Sky”. Le gusta cuando bailo las canciones que más me dan contento, tiene una debilidad por ciertas argentinas moviditas que a mí también me resultan divertidas. Y le fascina cuando recibo buenas noticias que me llenan de felicidad.

Benditos movimientos que me van dando una probadita del carácter de mi cría: activo, saludable, divertido, con buenos gustos y —mi favorito— una personita que se manifiesta, a favor o en contra de lo que hace su mamá. ¡Yey!

Falta esa parte tremenda en que ya no cabe y sus movimientos son más fuertes y entonces sí que se te entierra en los huesos. Pero mientras llega ese pedazo de la acción, celebro infinitamente cada acción/reacción entre mi bebé y yo.

Contamos con sistema de apartado


Cuenta la leyenda que la costumbre del anillo de compromiso viene de Egipto. Dicen que se lleva en el dedo anular izquierdo porque de ese dedito sale una vena que va directo al corazón. Dicen que desde entonces simbolizaba una relación seria.

Históricamente, el anillo de compromiso podía estar hecho de oro o de hierro, sin piedra o con esmeraldas, rubíes, zafiros y diamantes. E históricamente se prefiere el diamante porque es más difícil de encontrar, más costoso, más atractivo y es símbolo de lujo y glamour. Da cierto estatus, pues. Algunas chicas, consciente o inconscientemente compiten con otras por quien tiene el mejor diamante en la mano. Sin embargo, la preferencia por los diamantes se justifica por cualidades más allá de su apariencia: Se dice que es una piedra indestructible que simboliza fortaleza. Se relaciona con el compromiso porque sugiere que el amor de una pareja es puro e invencible. ¿Será? ¿O será nomás que son hermosos y muy caros?

Cuentan que el anillo de compromiso debe costar tres veces el sueldo del novio. Nunca he entendido por qué. Hay quienes aseguran que es considerado un sacrificio del novio por su amada. Yo pienso que es necesario poner un ahorrito en manos de la mujer para que, si nos carga el payaso económico, tengamos algo que vender…

Muchas veces he pensado en el anillo pero nunca en lo que significa el compromiso. No sé si será por mi edad, por la canción de Beyoncé, porque sospecho de las relaciones a distancia o porque un par de amigas mías se van a casar, pero he estado pensando un poco en eso.

Curioso tema ese del anillo de compromiso, ¿no? Supongamos que cierto señor y yo acordáramos casarnos en un par de años. Pero cada quien tiene una vida, en ciudades distintas o en la misma, un montón de proyectos personales y profesionales por desarrollar. Él y yo podríamos cerrar nuestro compromiso, ponerle fecha y presentar a nuestros padres. Si nos lo tomáramos muy en serio, habría un diamante de por medio. ¿Y eso qué significaría? ¡Que estaría yo apartada! Esta señora anda suelta por la vida pero tiene un sistema de localización que funciona las 24 horas. Esta señora anda del tingo al tango haciendo y deshaciendo social y profesionalmente. Esta señora, duerme, come y pasea a la hora que quiera y no tiene que rendirle cuentas a nadie. Pero esta señora está apartada, puede hacer lo que le dé la gana salvo conocer a otro hombre, enamorarse y salir con él. Pero el sujeto no lleva ningún anillo, ningún chip localizador, ni tiene grillete, ni marca alguna que revele a la sociedad que él tiene un compromiso con esta señora.

El anillo es considerado un gesto romántico. En especial si es como en las películas y el anillo perteneció a la abuela del sujeto o cosa parecida. Pienso en las historias románticas de finales del XIX y entiendo que este sujeto y esta sujeta se comprometieran por medio de un anillo. Tiene sentido si tu apellido es Bennet.

Siempre he querido un anillo, aunque no sé bien para qué. Me pregunto si un día tendré un anillo (aunque sé que con este textito cierro todas las posibilidades). Me pregunto cómo va a ser mientras ruego no sea dorado. Un diamante, mi diamante, nuestro diamante: una piedra pegada a un aro de metal que le cuenta al mundo que yo estoy comprometida con un señor, pero no dice nada del compromiso del mismo.

¿Será realmente una costumbre romántica? Es una marca que él pone sobre ella. Ella ya le pertenece a él y nadie ha firmado nada. ¿Y ella con qué garantías se queda? Propongo que, si nos vamos a andar poniendo marcas de propiedad, se vale que la novia en cuestión le deje al señor tremendo chupetón en el pescuezo. Un sello será más lindo que otro —y sin duda más costoso—, pero al menos estará claro que ya los dos están apartados.

El decálogo de la nueva soltera


Volver al mundo del ligue y de las citas puede ser muy perturbador. El otro día conversaba con una de mis amigas. Ella, por ejemplo, ya no quiere deitear como a los 25 años, necesita salir con güeyes que quieran una chava de 37. Y tiene razón. No queremos las mismas cosas que hace diez años. Y no estoy hablando de matrimonio e hijos. No estoy hablando de compromisos y ataduras. Hablo, simplemente, de lo que ya no nos divierte.

Claro que sigue siendo divertido salir por unas chelas y echar unas risas. Eso nunca pasa de moda. Sigue siendo divertido bailar un rato. Sigue siendo divertido conversar horas y horas de temas varios cambiando de escenario cada tanto para que la conversación nunca sea muy profunda. Pero es más divertido hacer todas estas cosas en grupo, con varios amigos, sólo con tus amigas, y con un solo muchacho. O sea, que si se puede explotar en grande cualquier a de estos momentos, ¿para qué convertirlos en una cita de amor y perder en ello todas nuestras energías?

Y es que las citas son eso: energía invertida al corto, mediano y largo plazo con unos rendimientos entre nulos y desconocidos y pagando intereses altísimos. Desde las mariposas en la panza cuando te invita a comer hasta que te vas a dormir el día de la cita, todo es un gasto de energía. ¿Qué me voy a poner? ¿Debería ir a la peluquería? ¿De qué hablaremos durante la comida? ¿Las manos abajo o sobre la mesa? ¿Pido otra copa de vino o ya es demasiado? Pediré postre sólo si él quiere compartirlo. ¿Y si mi conversación le parece aburrida?

La despedida siempre consta de un picorete y un abrazo que hasta parece afectuoso acompañados del sobrevaluado “nos vemos pronto”… Yo no sé ustedes, pero algunas de nosotras seguimos creyendo que si alguien dice “nos hablamos”, pues nos hablamos. Y no porque la cita haya sido la enorme maravilla, sino porque el rato compartido pareció agradable. Por todo esto, mis amigas y yo hemos trabajado el decálogo de la chica sola que desea seguir sola y deitear sin morir en el intento:

1. No saldrás a solas con un muchacho.

2. No irás a fiestas donde sólo estén sus amigos.

‪3. No aceptarás aventones sin chaperón.

4. Él deberá hacer méritos durante tres meses para ganarse un beso de verdad.

5. Mientras no diga “shot”, “pidos” o “te quiero”, tú puedes coquetear con quien quieras.

6. Ir a una fiesta con él no implica salir de la fiesta con él.

7. No puede pasar a tu casa, ni siquiera a usar el baño.

8. Los pretendientes no tienen derecho a intimar con tus familiares ni amigos más cercanos.

9. Todos son putos hasta que demuestren lo contrario.

‪10. Si empiezas a extrañarlo, corre y refúgiate donde no haya teléfono ni internet.

Estimado lector, si este decálogo le parece demasiado exigente, pregúntese por qué. Estimada lectora, si tiene comentarios sobre ajustes o sugerencias acerca de estas reglas, siéntase en absoluta libertad de colaborar.

¿Me quitaron el piso o nunca lo tuve?


Yo no sé si es la inflación, el precumpleaños, que me cortaron el teléfono, la crisis europea, lo grave del IMECA, las pérdidas de los últimos siete meses, que apenas es 14 y ya me quedé sin dinero para el mes, la confusión, alguna culpa, el cansancio, la zozobra laboral, la alineación de los astros, que no me he tenido mucho en mente, los millones de olvidos, necesitar un corte de pelo, haber abandonado los rituales  o que extravié los motivos para un montón de cosas.

En algún momento entre el jueves y ayer empecé a sentirme tranquila: entregué el 90% de las chambitas que tenía pendientes, ahora me puedo volcar a la tesis. Tan volcada estoy que ya voy a la mitad. Pero justo en este instante vuelve el miedo, la desconfianza, la duda de la sinápsis, de si estoy pensando claramente. No me concentro más que en todas las cosas que no importan.

Es como si un pedacito de mí pensara que cuando salgo de una habitación las cosas se ponen en pausa, y al enterarme de que la vida sigue me desconformo, me desencajo y me desentiendo. Como si todo fuera mucho más grande de lo que es en realidad. Lo malo, muy malo y lo bueno, muy bueno. Lo frío, helado y lo caliente arde de las mil chingadas. Camino como si tuviera dos o tres ampollas en cada pie, no hay forma de que deje de dolerme, ni zapato que me acomode. No hay ruta sencilla.

Todo era un poco mejor antes, cuando no sentía que tuviera nada que reclamarle a nadie. Cuando tenía ahorros. Cuando me sentía acompañada, cobijada, contenida. De pronto es como si alguien hubiera quitado el tapete y al más puro estilo Scooby Doo me hubiera caído en un hoyo. Pero no es cualquier hoyo, es como el de Alicia. Pero en ningún momento pienso que llegaré a China donde todos caminan de cabeza, y el sitio al que llego tiene poco de maravilloso aunque mucho de increíble.

Eso. Creo que acabo de dar en el clavo. Es como si me hubieran quitado el tapete —no me lo movieron, me lo quitaron— y hubiera llegado a este sitio donde hay un conejo demandante que pide cosas sin sentido y una pinche señora gorda que a todo mundo quiere cortarle la cabeza, otro que está como un tomate y le hablas y le explicas pero ni te escucha ni te entiende, sólo habla y habla de lo que a nadie le interesa y canta su canción una y otra vez. Un gato a rayas que aconseja desde su sonrisa socarrona y ante cualquier pregunta, desaparece. Unos gemelos gordinflones que por parecerse tanto resultan antagónicos y terminan por confundirme peor. Un pacheco desquiciado lleno de “buenas ideas” y mensajes “profundos” que me da muy mala espina y no termina por decir nunca nada. Un pájaro nalgón de  una especie en extinción que se baña en mis lágrimas y al final de la carrera como premio me dio, únicamente, aquello con lo que vine. Unas flores hermosas de voces falsas y juiciosas que parecieran entender todo protocolo pero no lo siguen del todo. En fin, un mundo que no entiendo donde nada ni nadie es lo que parece y sólo me pregunto a qué hora se termina este sueño. Me cambiaron las reglas.

No soy tan inocente como Alicia, aunque sí —igual que ella— me merezco lo que me pase por desobediente. Ya estaba de dios, supongo que siendo la única en mi familia que no se llama como ella, algún impuestito tenía que pagar. ¿En el nombre de mis hermanas llevo la penitencia? Vivo dándome buenos consejos. En teoría, tengo muy aprendidas mis lecciones. Y de todas formas sigo metiendo la pata más que de vez en cuando.

Yo no sé si es la inflación, la crisis o el IMECA. No sé si es este extraño mundo de fantasía o si soy yo. No sé si es cosa de ahora o de siempre. No sé qué tan descabellado sea sentirme como personaje de Lewis Carroll a estas alturas. No sé qué tengan que ver con mis ansiedades y mis tristezas la chamba, Scooby Doo y los gusanos —pachecos— de maguey. Lo que sí puedo ir pidiendo es que alguien me despierte.

La maldición de las tres emes


Hace años, en alguna fiestecilla, conversaba con un amigo. Se acercó su novia y le dijo: “Ya me voy, ¿me acompañas al coche?”. Él dijo que no era necesario porque el coche estaba muy cerca. Ella se ofendió. Él salió tras ella, pero antes comentó: “No sé qué pasa con las mexicanas que se ofenden por cosas tan raras”.

Si soy honesta, a mí también me gusta que me acompañen al auto, o al taxi, o a la estación de metrobús; y no sé si es por mujer, por mexicana, o por miedosa. En todo caso, es evidente que somos muchas las víctimas de la maldición de las tres emes.

Ayer conversaba con un querido amigo y, entre otras cosas, hablamos de amores. Él, como marinero, parece tener un amor en cada puerto y asegura que no está enamorado —quizá porque no ha llegado quien le robe el corazón—. Si no malentendí, la regla es muy simple: el romance dura lo que dura y se termina cuando él cambia de locación. En todos los casos hay respeto y cariño y de todas guarda un buen recuerdo. Afirma que las separaciones suelen ser sencillas, pero que cuando añade un poco de sangre latina a la ecuación, la cosa se pone color de hormiga. Hablaba de las mexicanas. Al parecer, somos bastante más drameras que el resto. Tenemos una extraña necesidad de que los varones paguen por nuestras cosas, de irnos a meter a su casa, como si no tuviéramos un espacio propio. Nos gusta amueganarnos por la vida, acompañarlos a donde vayan y dejarnos acompañar a todas partes. Pareciera que no tenemos muchas cosas que hacer, pues siempre estamos disponibles cuando ellos quieren cenar, ir al cine o salir por una chela. Y admitamos que algunas también están disponibles para acompañarlos al peluquero, al trabajo, al taxi y con los amigos. Algunas los esperamos a comer, y otras dejan de salir con amigas porque el fulano podría llamarles.

Tristemente, mucho de esto es cierto.

Yo soy mexicana, soy dramera y me encanta el mueganismo. Pero también creo que es un derecho de todo ser humano disfrutar y disponer de su tiempo como mejor le convenga. Tengo muchos compromisos: el trabajo, la tesis y sus derivados, las chambitas que hago por fuera, la perrita nueva, el negocio que voy a empezar, este su blog de confianza, un proyecto de lectura, y una cantidad bastante generosa de amigos y parientes que gustan —afortunadamente— de pasar un rato alegre conmigo. Tengo, como todos, derecho a hablar por teléfono con calma, a escribir en mis libretas, a contarme los peores chistes y reírme de ellos, a tomarme mi tiempo para hacer pipí, a poner prioridades en mi vida… Y, por lo tanto, es mi obligación respetar que el resto de la gente del planeta ejerza los mismos derechos. Y, si lo tengo tan claro, ¿por qué soy tan dramera?

Pues creo, querido lector, que es un tema cultural, un tema de educación y sí, como todo, es culpa de mi padre (Aclaro antes de herir sensibilidades que no me refiero a MI padre, es sólo un decir). Muchas mexicanas fuimos criadas para ser permanentes damsels in distress. ¿Sabe a qué me refiero? Vamos por el mundo pensando que si no nos acompaña un hombre, aunque sea a la puerta, algo puede pasarnos. ¿Cómo voy a caminar sola de noche cinco cuadras a mi casa? ¡No me preguntó si traigo dinero para el taxi! Le valió gorro que me estoy muriendo de frío. Le dije que me siento fatal de gripa y no se ofreció a traerme sopa. No quiso pasar por mí para ir a la fiesta, lo voy a tener que buscar entre toda esa gente. Me lo encontré de regreso del súper y no me ayudó a cargar las bolsas. Siempre divide la cuenta a la mitad, como si yo viviera en la opulencia… y un sinfín de cosas que decimos, aunque bien sabemos que debería darnos pena.

Habrá quien argumente que lo que se busca es caballerosidad. Y es cierto, nos gusta que los varoncitos tengan atenciones con nosotras. Pero también somos mujeres modernas que salen a trabajar todos los días, pagan la renta y se pagan sus chelas. Yo siempre estoy dispuesta a aceptar una invitación. Pero de ninguna manera considero correcto dar por hecho que si no te acompañan al coche, no te pasan a buscar a tu casa y no pagan la cuenta, no son buenos tipos.

Claro que esta aseveración nos lleva de vuelta a las interrogantes del misterioso mundo del ligue. Si no son esas atenciones, ¿entonces cómo sabré si le importo, si me quiere, si le interesa que llegue a casa con bien, que esté sana y contenta? Creo que ese es justo el punto. Si lo hace porque quiere hacerlo, me pondrá muy contenta y según las atenciones, iré adivinando si son tiradas de onda o simple buena onda. Si no lo hace, bendeciré mi suerte por tener dos brazos, dos piernas, un estómago y una cabeza o, en otras palabras, un empleo, un teléfono, alimentos y medicinas a domicilio, amigas que me pregunten cómo estoy y un perro que, si pudiera, me acompañaría al fin del mundo meneando siempre la cola.

Cierro citando un tuit de ‏‪@Sofinita: “Depender de quien se ama es una manera de despilfarrar la vida, de regalar irracionalmente el amor propio y el respeto por nosotros mismos.”

Cositinas de la vida


Antier una mujer que conozco salió a correr, como todas las mañanas, acompañada de sus dos perritos, un macho y una hembrita que son parte importante de su familia. Hacia el final de su recorrido se encontré unas pequeñas bolas de pelo, pero no de las que aterran, sino de las que dan ternura y curiosidad. Se acercó con cuidadito y descubrió que eran dos, que eran unas perritas y asumió que, aunque eran muy distintas, lo más seguro es que fueran hermanas. Pues las cargó y se las llevó a su casa. Ese día en el trabajo anunció la existencia de los animalitos, preguntando quién podría ofrecerles un hogar. Ni tarda ni perezosa y porque, además de amante de los canes, soy una atrabancada, dije ¡yo!

Ayer la trajo a la oficina. De contrabando y como queriendo que la ley no se diera cuenta, aprovechó que es chiquititita y la cargó desde la calle hasta nuestro lugar de trabajo. Cuando llegué, ellas ya estaban aquí. Vi a la perrita y caí en el amor automáticamente. ¿Cómo puede alguien dejar a un ser tan chiquito, tan bonito y tan simpático a su suerte? No entiendo.

Pasamos el día en el trabajo. A ratos dormía en mis piernas, luego le daba calor y buscaba un sitio más fresco. Luego le extendí una toalla en el piso y se recostó encima de ella. Durmió muchísimo. Comió, como debe de ser, y después de comer, beber y dormir hizo caca y pipi, como es pertinente.

A la salida la metí en una caja acompañada de dos carnazas, un costal de dos kilos de croquetas y la dichosa toalla. Salí muy decidida rumbo a un veterinario, quería que me dijeran que su corazón y sus pulmones funcionan, que su edad es aproximadamente dos meses y medio, que crecerá más o menos a la altura de mi rodilla, que la desparasitaran y me planearan de una vez el calendario de vacunas. En un sitio me batearon. Dijeron que tengo que vivir con mi animalita mínimo ocho días. Los mandé por un tubo. En el segundo sitio nos abrieron un expediente y todo fue mejor.

La cachorrita se llama Nora. Saliendo del médico nos trepamos a un taxi para ir a cenar a mi casa. Nada parece intimidar a esta creatura. Contenta, chucha, caminado un poco del lado —como hacen los cachorros— y robando a su paso un trapo y las hojitas caídas en una maceta, se apropió de mi casa y la hizo suya. Es muy pequeña, es muy noble y creo que vamos a ser muy felices juntas. Estamos aprendiendo a coordinar nuestros horarios y tenemos que disciplinarnos con el tema de ir al baño, en especial ella porque yo ya hace rato que entendí cómo es la cosa.

En este momento estoy en mi oficina y ya me urge por llegar a casa a verla. Chiquita peluda y graciosa, espero que no esté furiosa por haberse quedado tan solita…

Mientras, vivo un curioso fenómeno. Desde ayer soy como la más popular de mi oficina. Todo el mundo me pregunta por la cachorrita, a todo el mundo parece importarle cómo pasé la noche. Todos quieren saber si fuimos al doctor y qué nos dijeron. Todo el mundo me visita, aunque hoy un poco menos que ayer. Hay gente que en dos años no me ha dado ni una vez los buenos días y ahora tan atentos y cordiales se interesan en la bebé.

Es gracioso, cuando yo me enfermo casi nadie me pregunta qué dijo el doctor. Cuando yo tengo hambre no hacen cara de ternura mientras me extienden una mano con galletas. Cuando tengo sed no buscan un poco de agua para mí. Si me duermo en la oficina, me ven raro. Y no quiero ni pensar lo que pasaría si me hiciera pis a la mitad de todo. Pero claro, como Nora es chiquita y tiene la nariz mojada, todo mundo quiere tener algo que ver con ella.

Se me destapó una oreja


Usted ya sabe que tengo una tesis pendiente. Sabe también que hace mucho tiempo que no me siento con ella a ver qué le falta. Tal vez sabe que los últimos comentarios de mi asesor los recibí el 13 de febrero. Es probable que no sepa mucho de lo que ha pasado en mi vida laboral, social, sentimental, más que lo que dejo que se vea en estas páginas. A veces creo que digo demasiado, pero como no me acuerdo qué tanto, y tampoco puedo estar segura de que usted lo haya leído, le cuento un par de historias y luego le cuento mis conclusiones.

Hace casi dos años que me separé de un esposo con el que planeé la mentada tesis, me ayudó a elegir mi tema y me echó a andar con varias referencias bibliográficas. No era fácil escuchar sus comentarios porque era un profesional en hacerme sentir intelectualmente inferior. Pero nada que no se remediara con un Tafil. Una pastillita y estaba lista para absorber la parte relevante de sus comentarios y desechar lo otro.

Llevo tres años “trabajando” en la tesis. El primer año fue el seminario de tesis del que obtuve dos dieces y cero retroalimentación. Son muy pocas las cosas que he podido rescatar del primer borrador. El segundo año lo dediqué a releer y reescribir, y me apoyé en dos personas muy cercanas buscando los comentarios que no había recibido. Funcionó. El tercer año cambié de asesor, cambié de técnica, acoté mi tema y me atrevo a decir que ya veo la luz al final del túnel.

No he podido afinar los detalles, las referencias, el estilo, y un par de cosas que no han quedado claras. En verdad que lo que me falta es eso: sentarme a trabajar. Y sospecho que no es ni tanto tiempo ni tanto trabajo. El tema se eligió prácticamente solo, porque lo más importante en mi vida son mis amigas. Y se fue escribiendo gracias a la literatura, al vínculo entre ficción y realidad. Se ha ido puliendo gracias a las discusiones con gente querida que se interesa en el tema. Pues creo que ayer encontré qué es eso que evita que ha evitado que me siente a trabajar. De pronto la tesis perdió aquello que la vinculaba con mi vida.

En estos tres años he perdido un marido, una amiga y un amigo: los tres íntimamente relacionados con el asunto, las tres personas con quienes discutí profunda y larguísimamente el tema, los que hicieron las preguntas pertinentes y me hicieron enojar lo mismo que me echaron a pensar.

La buena noticia es que, una vez descubierto el motivo, he podido sentarme a trabajar nuevamente. Después de que me cayera este veinte, tomé las hojas con los últimos comentarios del buen asesor, junté los libros consultados sobre la mesa y, con pluma en mano, me dediqué a la tesis. No fue un avance significativo, voy en la página 10. Pero sí fue un avance importantísimo: al fin me senté a trabajar en lo que importa, voy tachando dudas, comentarios y pendientes y recupero la confianza en que puedo hacerlo —aunque no tenga con quién hablarlo— y la emoción por titularme, aunque no tenga claro para cuándo.

Estoy muy contenta. Es como si se me hubiera destapado una arteria o una oreja. Es una sensación deliciosa esta de saber que quiero y puedo a pesar de que quienes empezaron la labor conmigo ya no están. Busqué y encontré la inspiración en otra parte. Me di el tiempo y me lo seguiré dando mientras sea necesario. Tengo la compañía del asesor —que es al final quien más importa—; la de las amigas universales: Margaret Cavendish, Jane Austen y Virginia Woolf, y la de las personas que están y permanecen. Estoy contenta y tenía que contárselo. Ahora, pues, me pongo a trabajar.

Escenas de bar


Ayer salí de paseo. Había quedado en ver a dos amigas cerca de las 8:30 de la noche en mi bar de confianza. Me quedé en la oficina a terminar unas correcciones y fui a dejarlas a la oficina de la diseñadora a tres cuadras. Llegué al bar una hora antes de la cita. Me senté en la barra frente a mi amigo cantinero, pedí una copa de rioja y conversé con él.

A mi izquierda había un grupo de cinco o seis hombres. Al que estaba más cerca de mí le di un par de codazos sin querer mientras me quitaba la gabardina. Me miró y me preguntó si me iba a sentar (en su banco), le dije que no, que había otros bancos. Bebía pacharán con mucho hielo. Yo analizaba en voz alta la preparación del whiskey sour y decidí que no se me antoja para nada. El hombre me preguntó cómo se llamaba esa bebida. Parecía que me iba a platicar y lo interrumpí mirando hacia el otro lado.

A mi derecha una mujer tomaba una copa de vino tinto de diferente denominación: Cuando pidió la segunda copa todo fue confuso para el cantinero, estuvo a punto de darle el rioja, y las dos reímos. Tal vez un poco de más. Quizá por un momento tuvimos la intención de conversar. La intención se perdió bastante pronto.

Luego llegaron las amigas con las que había quedado de verme. Se sentaron en una mesa, saludaron a mi amigo, a mí no me vieron. Yo me quedé donde estaba hasta las 8:30. “¿Ahí estabas cuando llegamos? ¿Y por qué no venías si nos viste?”, me preguntaron. Porque a mí me citaron a las 8:30 y pensé que antes ustedes querrían charlar a solas. “Admiro tu buena educación, pero no mames”, dijo una de ellas.

En la mesa estaba sentado un hombre vestido todo de negro, no sé qué tomaba, pero lo mezclaba con coca-cola. Para mi gusto, la coca se toma con hielos y el alcohol no se toma con refresco… o al menos no con coca. Nunca entendí si el hombre era amigo de un amigo de mi amiga, amigo de la amiga del novio de mi amiga o amigo de quién. Lo que sí aclaró es que no le gusta beber solo y con eso justificó su presencia en nuestra mesa el tiempo que le tomó terminarse su trago. Y me pregunto, ¿si no le gusta beber solo, por qué va solo al bar? No era un tipo ni desagradable ni agradable, no era buen conversador y no nos dejaba hablar de lo que importa, porque hay cosas que no se discuten frente a extraños.

Avanzaba la noche y aquello parecía la sala de la casa de alguien muy conocido. Llegó mi preciosa amiga que se acaba de doctorar con su hermanita que ya no es chiquita y con la historiadora que hoy por hoy parece mi exnovia: si nos vemos nos saludamos, pero en lo absoluto nos procuramos. Luego llegó su exmarido, con el exmarido de alguna examiga y el amigo de uno de mis exmaridos. Aquello parecía la fila del registro civil de una kermés. Me encontré también a una mujer maravillosa con quien he charlado poco, pero con el paso de los años siento que nos conocemos muy bien. Y seguía el desfile de familiares y amigos: el dj que es hermano de alguien, el otro dj que no estaba trabajando y es exnovio de alguien más, el dueño del changarro, el dueño de las quincenas de una de las chicas en mi mesa, acompañados, claro, de alguienes que igual que los demás tienen alguna relación conmigo o con algún mi conocido. La última en llegar fue la cuenta. Al ritmo de los riojas, pagamos y nos fuimos.

La ciudad de México es enorme y está sobrepoblada. Debe haber millones de bares, restaurantes, cafetines y agujeros funky. Y aun así, conseguimos reunirnos todos, sin querer, el mismo día de la semana. No es la primera vez que pasa. No siempre es el mismo día. Nunca es la misma gente. ¿Pasará así todas las noches, con personas diferentes, en todos los puntos de la ciudad? Tal vez nos movemos en pequeños círculos y no hay forma de conocer gente nueva, distinta, que haga otras cosas… Me temo que estamos destinados a seguir en el mismo lugar y más o menos con la misma gente hasta el día del juicio final. Es probable que no seamos más que personajes de Cheers.

Define «cita»


Anoche salí a cenar con una amiga y en la mesa de junto había un hombre y una mujer un poco mayores que nosotros que bebían una botella de champaña (o cava o vino blanco espumoso o a saber…). Después de un par de horas, terminaron a los besos. Es imposible como observador externo saber si los besos son práctica común entre ellos, si esa era la intención de dicha reunión o si todo se lo debemos a la música y las burbujas. El chiste es que observar a estas personas me hizo mirar a todas las otras mesas. Yo no sé si sea casualidad, pero sólo las mesas conformadas por un hombre y una mujer tenían hielera con botella de champaña. En las mesas con grupos de más de dos, en las de dos mujeres o en las de dos hombres las bebidas variaban, ninguna implicaba hieleras y copas flauta. ¿Es la botella de champaña una cualidad de “cita romántica”?

Por supuesto que no me aguanté. Tuve que preguntarle a un amigo que trabaja en este restaurante si él considera que el tema “botella de champaña” implica romance. Dijo que no, que en realidad es bastante barato y por eso mucha gente lo prefiere.

¡TOING! Yo estaba segura que botella de champaña en la mesa era si una cualidad de la cita en sí, al menos un pequeño síntoma. Resulta que no. ¿Entonces qué conforma una cita? Una de mis hermanas asegura que una salida con un alguien que está interesado en romancear tiene las siguientes características:

–       El sujeto pasa por la sujeta, en coche, en taxi, a pie o en metrobús. El tema es que él la busca a ella.

–       El sujeto paga la cena o el cine o los tacos o las chelas.

–       El sujeto lleva a la sujeta a su casa en el mismo medio de transporte en que pasó por ella o en uno diferente, a su elección.

Yo argumentaba que si un chico quiere salir con una chica pero no tiene mucho efectivo se vale que paguen a mitades. Ella dijo que un chico que no tiene dinero para invitar a una chica, no propone una salida. Tal vez es cierto.

Pero entonces sigo donde empecé: ni la cuenta, ni el transporte, ni la bebida son signo de cita. ¿La actividad?

La verdad es que hay un montón de cosas muy disfrutables que se pueden hacer de a dos y no necesariamente implican enamoramiento: salir a caminar mientras tomas un té en el parque. Ir por helado y comerlo en una banca platicando. Comer sopa de almejas en un día de frío. Ir al cine y compartir las palomitas. Rentar una peli y verla tirados en el sillón. Un picnic en CU. Una cena preparada por alguno de los participantes. Unos vinos en un sitio lindo. En fin, hay tantas opciones como personas en el mundo. El clásico de las películas, dinner and a movie, es una actividad de lo más común que todos hemos realizado en repetidas ocasiones. Es tan común que lo hacemos con amigos y parientes; y a pesar del cliché hollywoodense, en general no se trata de una cita de amor.

Ahora tengo claro que ninguna de las anteriores es una cita romántica por definición. Pero también entiendo que podrían serlo, si se presta la ocasión. O sea que dos cuartillas y feria después sigo sin saber. ¿Y usted? Tal vez no es una cita si no es claro como la canción: «Seis rosas amarillas para Rosa María… para decirle que la quiero y que espero una cita de amor».

El mágico mundo de las redes sociales


Es una verdadera maravilla lo que pueden lograr las mugrosas redes sociales. Levantamientos, protestas, unión y reunión, intercambio de ideas, diálogo, difusión… Ahora podemos saber qué es de la vida de Fulastrín sin haber hablado con él en años. ¡Qué bien! También implican un riesgo: que tu vida no existe más que ahí, tu única red social es cibernética, tienes miles de amigos, pero nadie con quien salir el viernes en la noche.

Pero tienen ese otro lado nocivo, venenoso, que se va apoderando de todo hasta volverse una obsesión. Cuando abrí mi cuenta de Facebook pasaba hoooras ahí metida. Me encantaba mandar y recibir pendejaditas, jugar y publicar toda mi vida, aunque fuera con un seudónimo. Mi marido no tenía Facebook, así que además era tema de pleito. Poco a poco fue perdiendo la gracia. Ahora aquel marido tiene Facebook y yo no.

¿Por qué lo cerré? Porque es un medio nocivo. Porque hay gente que usa las redes sociales para acosar, chingar y ofender a otros. Porque hay gente que las usa para contar cosas muy personales que francamente prefiero no saber. Porque de pronto importa quién te escribe y a quién le escribes, porque todo lo ahí publicado puede sacarse fácilmente de contexto y convertirse en veneno, porque hay quienes lo viven como una realidad, y lo que pasa en Facebook les perturba la existencia una semana. Porque de pronto, por medio de un “muro”, estamos metidos hasta la cocina en la vida y las relaciones de los demás. Si no fuera por el mentado Facebook, no te enterarías de que tu gran amiga invitó a la exnovia de tu novio a una fiesta; no te enterarías de que esa chava que te trae asoleada le manda corazones y caritas felices al que te gusta a ti; no sabrías que hubo viaje o reunión o fiesta o encuentro al que no fuiste requerido y no habría forma de que un buen día alguien se acercara a decirte “Qué bien se la pasan tú y Chuchita de reventón. Vi sus fotos en Facebook”.

Tal vez, en las redes sociales ocurre lo mismo que en el trabajo: no hay que mezclar lo social con lo personal, los negocios con el placer, lo divertido con lo serio, la pareja con los amigos, los amigos con la familia, la familia con la pareja… A mi segundo esposo nunca lo tuve en Facebook y las cosas fluían bastante bien, hasta que cometí el error de hacer amistad cibernética con sus amistades y poco a poco me fui enterando de sus andanzas y deslices cuando salía de viaje y otras historias. Luego, meses después de la separación, cuando él ya vivía en otro país, me seguían apareciendo novedades de su vida. La ventaja es que pronto dejó de importarme. Pero igual, no estaba padre.

Tengo una amiga muy querida que sufre muchísimo por lo que ocurre en ese mundillo, como si importara realmente. Qué le dijo quién a quién y qué le contestó al otro. Qué publica alguien y si tendrá mensajes cifrados. Serán para ti o para mí o para ella o para quién. Claro que eso lo escribió pensando en mí. Pero esto otro lo escribió pensando en ella. Al final, cada quién ve lo que quiere ver y creerle todo a Facebook es más peligroso que creérselo a la Iglesia.

Cierto que cada quien decide lo que comparte. Pero pocos se detienen a pensar si dañan o pueden ser dañados a través de lo que publican. Recordemos que la ropa sucia se lava en casa y que los trapitos, a menos que estén muy limpios, no vale de mucho ponerlos al sol. Twitter es distinto. Este blog es distinto. Nada es personal. Nada es serio. Sólo son quejas y lo demás es diversión.