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Día del libro


¡Vaya festividad digna de celebrarse! Un día para honrar al objeto que nos regala tanta diversión, tantas enseñanzas y tantas distracciones. El objeto que nos pone a girar un poquito la piedra, que nos ha ayudado a tener una mejor ortografía, que nos regala algo de lo que hablar en la sobremesa cuando tenemos que respetar aquello de no hablar de futbol, religión ni política.

Así como las madres más afortunadas no trabajan el 10 de mayo y los profes no trabajan el día del maestro, los hacedores de libros deberían disfrutar del 23 de abril como un día feriado (aunque yo me salí del gremio temporalmente). Un día que pueda dedicarse a esos amores especiales que vamos coleccionando en repisas en nuestras casas. Muebles grandes y pequeños que van cubriendo las habitaciones, que se vuelven compañeros, amigos cuando estás solo, herramientas cuando tienes cualquier tipo de duda, guarida cuando buscas silencio, compañía en el Metrobús y, dependiendo del grosor del mismo, arma de defensa personal.

Hay quienes los usan para reemplazar la pata del buró. Otros los usan para sostener el café mientras ven la tele en la cama. Algunos son magníficos para aplanar papeles importantes, para guardar unos pesitos, para recargarse cuando se pintan las uñas, para decorar la sala de su casa y volverla más acogedora… Un libro tiene un sinfín de usos y los que hacen o han hecho libros, lo saben.

El proceso es largo, puede ser estresante. Pero también puede ser muy divertido. Escribirlos debe ser complejo y te confronta, sin duda, pero es algo que me muero por intentar uno de estos días. Imprimirlos también es misión. Y ahora toca aprender a hacer publicaciones electrónicas. Cambia el libro como objeto. Y podemos tener nuestras reservas al respecto, pensar que no sirve o sí sirve o sólo sirve un poco, pero tenemos que aprender a hacerlo. En lo personal, me encanta la idea de que Ana Karenina sea tan portátil como cualquier librito de bolsillo. No todo lo quiero leer en un Kindle, pero es un paro enorme para viajar en transporte público.

El punto: Hacer libros, desde que se escriben hasta que llegan a las manos del lector, es un proceso largo, lleno de emociones, altas y bajas. Pero cuando ves algo que produjiste con tus manitas y tus ojitos en las manos de otra persona, se siente un calorcito en el corazón resultado de la combinación de orgullo y contento.

Felicidades a todos los hacedores de libros en el mundo: escritores, editores, correctores, traductores, diseñadores, formadores, ilustradores, impresores… Este es su día. ¡Váyanse a sus casas a leer!

* Y si usted anda buscando quien le corrija, le lea, le traduzca o le coteje, estoy a sus órdenes.

To the apple of my eye


Hace años, como veinte, tuve un gran amigo, una de mis personas favoritas en todo el mundo, probablemente una de las más grandes influencias en mi vida, para bien o para mal. Él tenía 52, yo tenía 14. Él era un gringo griego que me daba clase de literatura en inglés y yo era una estudiante de secundaria. Él había estado en Vietnam donde manifestaba haber perdido a su mejor amigo. Yo solamente tenía que librar las batallas diarias de una adolescente. Me regaló mi primera pluma fuente, una Parker que él usaba con tinta verde y yo siempre usé con tinta café. Decía ser sobrino nieto de Nikos Kazantzakis y creo que era verdad. Un día me encontré en una revista en la sala de espera del dentista una entrevista que le hacían a este mi profe sobre su tío abuelo. El retrato de Nick en la revista —no de Nikos— era hermoso: su rostro, tomado de tres cuartos, inclinado sobre su mano derecha que sostiene un cigarro. Ése es él, y años más tarde me descubrí en la exacta misma postura, hasta ahora que intento dejar de fumar. Es él quien me acercó a T.S. Eliot y quien trató en vano de mantenerme lejos de Sylvia Plath.

Sé que muchas personas pasaron por donde yo pasé y guardan en un lugar especial de su corazón a este hombre. Y claro, sé también de quienes nunca lo quisieron y tal vez ni lo recuerden. Hace no tanto conocí a un chico que tiene la place de identificación que llevaba Nick al cuello en Vietnam. Me corroe la envidia. ¡Debería tenerla yo! En realidad debería tenerla uno de sus hijos… Me daría menos envidia.

To the apple of my eye, me dedicaba los libros que me regalaba; y les suplico que si a usted, querido lector, le hizo la misma dedicatoria, no me lo diga. En algún lugar me gusta pensar que la nuestra era una amistad especial.

Una de mis hermanas tenía muy confundido el concepto. Yo le contaba que tomábamos café y hablábamos de poesía, que íbamos a desayunar uno que otro fin de semana y luego me llevaba a mi casa. Mi hermana no entendía. Pensaba que aquello era a escondidas y que el señor tenía segundas y terceras secretas intenciones. Nunca fue así.

Sé también que mi hermana no fue la única confundida. Pero tengo la absoluta certeza de que aquellos confundidos estuvieron siempre equivocados. Seguro se preguntaban qué tendría que hacer un hombre tan mayor con una escuincla de secundaria. Yo creo que tenían muy poca fe en sus hijas. No era un viejito rabo-verde. Era un profesor y amigo.

No sé por qué hoy desperté pensando en él. Salí de aquella escuela, terminé la secundaria, a él lo despidieron por aquellos chismes malintencionados, entró a dar clases en otra escuela, lo volví a ver como diez veces, conoció al hombre que heredaría su placa de identificación… No sé si vive todavía. Después del tiempo, Vietnam, el cáncer y esta ciudad caótica, lo dudo. Conservo sus notas, aquel artículo de revista con su retrato y el precioso recuerdo. Conservo los libros dedicados, la pluma Parker y el deseo de que donde quiera que esté sepa que lo pienso y que estoy bien.

¿Me quitaron el piso o nunca lo tuve?


Yo no sé si es la inflación, el precumpleaños, que me cortaron el teléfono, la crisis europea, lo grave del IMECA, las pérdidas de los últimos siete meses, que apenas es 14 y ya me quedé sin dinero para el mes, la confusión, alguna culpa, el cansancio, la zozobra laboral, la alineación de los astros, que no me he tenido mucho en mente, los millones de olvidos, necesitar un corte de pelo, haber abandonado los rituales  o que extravié los motivos para un montón de cosas.

En algún momento entre el jueves y ayer empecé a sentirme tranquila: entregué el 90% de las chambitas que tenía pendientes, ahora me puedo volcar a la tesis. Tan volcada estoy que ya voy a la mitad. Pero justo en este instante vuelve el miedo, la desconfianza, la duda de la sinápsis, de si estoy pensando claramente. No me concentro más que en todas las cosas que no importan.

Es como si un pedacito de mí pensara que cuando salgo de una habitación las cosas se ponen en pausa, y al enterarme de que la vida sigue me desconformo, me desencajo y me desentiendo. Como si todo fuera mucho más grande de lo que es en realidad. Lo malo, muy malo y lo bueno, muy bueno. Lo frío, helado y lo caliente arde de las mil chingadas. Camino como si tuviera dos o tres ampollas en cada pie, no hay forma de que deje de dolerme, ni zapato que me acomode. No hay ruta sencilla.

Todo era un poco mejor antes, cuando no sentía que tuviera nada que reclamarle a nadie. Cuando tenía ahorros. Cuando me sentía acompañada, cobijada, contenida. De pronto es como si alguien hubiera quitado el tapete y al más puro estilo Scooby Doo me hubiera caído en un hoyo. Pero no es cualquier hoyo, es como el de Alicia. Pero en ningún momento pienso que llegaré a China donde todos caminan de cabeza, y el sitio al que llego tiene poco de maravilloso aunque mucho de increíble.

Eso. Creo que acabo de dar en el clavo. Es como si me hubieran quitado el tapete —no me lo movieron, me lo quitaron— y hubiera llegado a este sitio donde hay un conejo demandante que pide cosas sin sentido y una pinche señora gorda que a todo mundo quiere cortarle la cabeza, otro que está como un tomate y le hablas y le explicas pero ni te escucha ni te entiende, sólo habla y habla de lo que a nadie le interesa y canta su canción una y otra vez. Un gato a rayas que aconseja desde su sonrisa socarrona y ante cualquier pregunta, desaparece. Unos gemelos gordinflones que por parecerse tanto resultan antagónicos y terminan por confundirme peor. Un pacheco desquiciado lleno de “buenas ideas” y mensajes “profundos” que me da muy mala espina y no termina por decir nunca nada. Un pájaro nalgón de  una especie en extinción que se baña en mis lágrimas y al final de la carrera como premio me dio, únicamente, aquello con lo que vine. Unas flores hermosas de voces falsas y juiciosas que parecieran entender todo protocolo pero no lo siguen del todo. En fin, un mundo que no entiendo donde nada ni nadie es lo que parece y sólo me pregunto a qué hora se termina este sueño. Me cambiaron las reglas.

No soy tan inocente como Alicia, aunque sí —igual que ella— me merezco lo que me pase por desobediente. Ya estaba de dios, supongo que siendo la única en mi familia que no se llama como ella, algún impuestito tenía que pagar. ¿En el nombre de mis hermanas llevo la penitencia? Vivo dándome buenos consejos. En teoría, tengo muy aprendidas mis lecciones. Y de todas formas sigo metiendo la pata más que de vez en cuando.

Yo no sé si es la inflación, la crisis o el IMECA. No sé si es este extraño mundo de fantasía o si soy yo. No sé si es cosa de ahora o de siempre. No sé qué tan descabellado sea sentirme como personaje de Lewis Carroll a estas alturas. No sé qué tengan que ver con mis ansiedades y mis tristezas la chamba, Scooby Doo y los gusanos —pachecos— de maguey. Lo que sí puedo ir pidiendo es que alguien me despierte.

Retomando los clásicos


Este año abrí mi cuenta en Goodreads. No sé por qué no lo hice antes, supongo que me parecía aburrido ir poniendo qué libros he leído y qué libros quiero leer, en qué página voy del libro que estoy leyendo y ver qué carambas están leyendo los demás. Pero confieso que ahora lo disfruto un montón.

Todos los días actualizo en qué página voy y en mis cinco minutos de libertad condicional califico nuevos libros para ver qué me sugiere. Si bien este año me puse el objetivo de no comprar libros porque tengo un montón sin leer en casa —objetivo que ya rompí—, también me gusta ver qué están leyendo los demás de bueno, y, si se me antoja, conseguirlo.

Parece bobo, pero la cuentita de Goodreads me hace leer un poco más de lo que leería. Como que me obliga a ver mis tiempos, mi meta de lecturas del año y lo atrasada que voy. Es como si tuviera una vocecita mamona que me dice “ya estamos en marzo, bonita, y tú sólo has terminado dos libros”.

Es cierto que cada biblioteca personal es un proyecto de lectura. El mío es muy ambicioso y mi disciplina no es suficiente. Ayudarme con algo como Goodreads puede parecer una tontería, pero que cada quien se agarre de lo que pueda, no?

Trabajo jornadas de ocho horas diarias leyendo libros que todavía no tienen ISBN. Llego a casa cansada y quiero ver la televisión. Cuando tengo fuercitas hago un poco de ejercicio. Cuando tengo fuerzotas me salgo a cenar con amigos. Leer es lo que hago el resto del tiempo: en las filas, en los camiones, en el baño, mientras se calienta el agua para el te, en lo que sale mi novio de la regadera, cuando como sola, mientras espero a alguien, en el elevador… Es lógico que avance poco. Es extraño, pero ir marcando mis avances y ver en una página de internet que ya voy atrasada me ayuda a tomarme más en serio mis ratos de lectura.

Parte del objetivo es leer esos clásicos que no he leído. Ahora estoy leyendo Moll Flanders, que muy mal-leí a la carrera en la carrera. Me acuerdo sólo de pedacitos, y ahora lo estoy disfrutando mucho. Es una trágica telenovela y me encanta. Me alegra haberlo retomado porque no recuerdo haberlo disfrutado tanto entonces.

Pienso que soy muy joven para empezar a releer (me encanta decir que soy muy joven…) y sé que hay tantas cosas por leer que repetir un libro podría parecer una pérdida de tiempo. Pero no. Lo estoy disfrutando y eso es lo que importa. Retomar los clásicos es tanto o más emocionante que leer cosas de esta década por primera vez. Me gusta toneladas y la pseudo-red-social de lectores me ayuda a hacerlo con un ritmo más constante y sin desafinar.

¿Por dónde empezar?


Ayer les comentaba que mis propósitos para el año entrante son titularme, distraerme menos y aprender a tejer. Claro que a eso hay que agregar leer 52 libros. Y estos propósitos se dividen a su vez en subpropósitos. Explico:

Tengo cuatro libreros que no están muy ordenados, aunque siguen cierta lógica. Uno es literatura escrita originalmente en español, crítica y teoría. Otro es literatura originalmente escrita en inglés, poesía y libros de referencia. El tercero está conformado por literatura traducida al español y libros en francés. El más pequeño tiene el corpus de mi tesis.

Pues bueno, ya hice una revisión de cuáles libros de la lista de los 100 están en mi casa. Son varios. Ayer me paré frente a uno de mis libreros y pensé en la segunda quincena de diciembre: vacaciones, tiempo libre, lecturas y mucha felicidad. ¿Qué escojo? Mi primera opción es leer algo que no haya leído a lo que le traiga ganas y que no esté en la lista de los 100. Mi segunda opción es escoger algo de los 100, pero que ya haya leído antes. La tercera opción es que sean tres libros: uno en español, uno en inglés y uno en francés. Una novela, uno de cuento y uno de poesía. Uno para la mesita de noche, uno para la bolsa y uno para el baño. La otra es cerrar los ojos y tomar un libro a ciegas, esperando que no sea Redacción sin dolor o The Secret Diary of Adrian Mole Aged 13 ¾, que es una maravilla pero no como para releerlo a los 33.

Lo que sé es que parte de los propósitos del 2012 será no comprar libros a menos que sea necesario. Tengo muchos en casa que no he leído. Tengo muchos que quiero volver a leer. Sé que muchos llegarán vestidos de regalos. Sé que si salgo del país compraré algo. Lo que debo evitar es caer en la tentación de entrar a las librerías de siempre, pasearlas y merodearlas, escoger al que me haga ojitos y permitir que se me pegue cuando en casa tengo varios cientos que necesitan un poco de mi atención.

Es probable que cumpliendo este inciso del propósito lecturas cumpla también el imposible propósito de todos los años: ahorrar. Si dejo de comprar tres libros al mes —de los cuales sólo leo uno— dejaré de gastar poco más de 600 pesos. Al final del año tendré 7200 que, bajita la mano, es la mitad del seguro de gastos médicos.

Definitivamente, esto de la planeación me conviene.

¿Ustedes cómo van con esos propósitos? Hay que pensarlos con tiempo y calma, para que no terminen siendo los de siempre: viajar, bajar de peso, hacer ejercicio, dejar de fumar, pelear menos con mi mamá y aprender a hablar otro idioma. Creo que si planeamos con tiempo podemos crear la estrategia que nos permita realizar los propósitos pasito a paso.

Uno que lea


Después de lo que he confesado en las entradas de la semana pasada, tal vez yo no sea la persona indicada para mofarme de el precandidato a la presidencia de México, Enrique Peña Nieto. Pero diré a mi favor que al menos sé los títulos y los autores de los libros que he leído, y hasta los de algunos que no he leído.

Cuando supe que el señor había Confundido a Carlos Fuentes con Enrique Krauze me dio taquicardia. Luego abrí twitter y me morí de risa. Luego me emocionó que Paulina Peña, hija del priista, dijera que los que critican a su papá son “la prole”. Pensé que es buenísimo que sea la propia hija quien le ayude al ex gobernador del Estado de México a cavar su tumba electoral. Más tarde vi que hay en la misma red gente que defiende a Peña Nieto. Dicen que no creen que quienes lo critican sepan mucho más. En todo caso es tristísimo que un miembro de la “élite” gobernadora no haya leído un libro.

Aquí hay varios temas. En primer lugar, el punto no es ser un ignorante, sino ser un ignorante que quiere ser presidente. En segundo lugar, si vas a viajar a la FIL de Guadalajara, haz tu tarea: averíguate tres autores que vayan a presentar libro, tres presentadores, tres editores… ¡algo! Luego: no quieras parecer más de lo que eres. Limítate a los títulos y no menciones autores. Si Peña Nieto hubiera dicho “Riquete el del copete”, “Barba Azul” y “Caperucita Roja” quizá nadie lo hubiera criticado. Si hubiera dicho Cien años de soledad nadie le hubiera pedido que nombrara al autor, con todo y que es probable que lo hubiera confundido con Octavio Paz… ¡Es más! Si se hubiera limitado a decir “La Biblia y La silla del águila”, nadie se habría dado cuenta de que no tiene idea de quién escribió el libro que supuestamente lo marcó para siempre.

Es cierto que todos cometemos errores, muchos tenemos mala memoria, algunos, en efecto, no leen. He oído a gente que recomienda un libro sin recordar el título, pero es capaz de contar la historia. Como dijo Gabriel Zaid, en México estamos “organizados para no leer” y muchos de nuestros intelectuales van de sabelotodo y no leen nada: van a presentaciones de libros, a las ferias, cargan el último libro de Tal, critican premios, becas y decisiones editoriales, pero no participan realmente en la literatura mexicana. Sin embargo, hacen su tarea: pareciera que saben de lo que están hablando.

Dicen las estadísticas que cada mexicano lee 2.8 libros al año. Sabemos que de los más de 112 millones de habitantes que contó el INEGI el año pasado, 20 millones son analfabetas. Así, hay por ahí al menos 20 millones de mexicanos que leen 5.6 libros al año. Pero algo me hace sospechar que hay mexicanos que están haciéndole la tarea a otros que sí saben leer. Los que leen un libro en las vacaciones, los que leen sólo en el baño y los que leen en la sala de espera del doctor han de leer más o menos tres libros al año. Aclaremos que quienes leemos porque vivimos de eso no contamos lo que editamos entre nuestras lecturas anuales. Así, yo no puedo decir que haya leído muchísimo en 2011, pero sí le hice la tarea a por lo menos ocho mexicanos. Sé que entre éstos no se encuentra Peña Nieto, porque no leí ni La Biblia ni La silla del águila —y nunca he leído un libro de Enrique Krauze—.

A México le urge un buen dirigente: alguien que mire hacia el campo, que se preocupe por la economía, pero no sólo la suya propia. Necesitamos un líder que valore la educación y eso sólo se logra siendo educado. No basta con haber estudiado en la mejor universidad, se necesita tener mucho civismo (que no es el Manual de urbanidad y buenas costumbres de Carreño) y un espíritu generoso que busque el bienestar de todos. Seguramente hay muchos medios para obtener y difundir cultura, educación e interés en el prójimo. Es probable que haya muchas respuestas para quien busca un bienestar general para los mexicanos. Tal vez en algún lugar exista alguien capaz de llevar a nuestro país un pasito hacia delante. Lo que es cierto es que quien lo haga será alguien que conozca su historia, la de México y la del mundo, alguien que sepa un poco de literatura, alguien que haya tenido al menos un mínimo interés en el resto de la humanidad.

Confesiones de una estudiante de letras


Debido a mi entrada del 28 de noviembre acerca de mi proyecto de lectura para 2012, me siento obligada a confesar que hay libros clásicos, multicitados y fundamentales, que habitan el inconsciente colectivo y que yo no he leído. Hasta el día de hoy puedo atreverme a decir que leí Pedro Páramo. Como lo leen: tan breve, tan comentado y tan maravilloso, Pedro Páramo no había pasado por mis ojos antes de esta semana.

¿Qué otros libros no he leído y me avergüenza decirlo? Verán (sólo prometan no reírse):

De La divina comedia sólo leí el Infierno. De El Decamerón sólo leí las primeras cuatro historias. No he leído Ficciones de Borges, ni El extranjero de Camus. No leí más que fragmentos del Quijote y ni siquiera he tenido en mis manos un ejemplar de Viaje al fin de la noche. De Dostoyevsky sólo leí El jugador y de Flaubert, Madame Bovary.

Ya que estamos en las confesiones, les voy a decir con todas sus letras que Faulkner me choca. Es de las pocas cosas que leí en la universidad sin gusto, por pura obligación.

Tengo, pero no he leído, La montaña mágica de Thomas Mann y Las metamorfosis de Ovidio. No me he dado el tiempo para leer En busca del tiempo perdido, con el pretexto de que no he llegado a la edad para leerlo. Me salté Tristram Shandy porque no lo vimos en mi clase de Historia Literaria del XVIII. De Los viajes de Gulliver nomás me acuerdo de los Houyhnhnms, así que supongo que sólo leí eso.

De Tolstoy —y estoy consciente de lo fuerte de la siguiente aseveración— no he leído nada. Tampoco leí To the Lihgthouse, aunque sí me considero muy fan de Virginia Woolf.

En mi defensa diré que hay el mismo número de libros igual de clásicos e importantes que he leído (todos tomados de la misma lista) y otros tantos que no han llegado a esta lista pero que conservo cerquita de mi corazón como grandes lecturas favoritas de siempre. También citaré a mi profesor de la SOGEM, Juan Miguel de Mora, que decía: “Señorita, hay bibliotecas enteras llenas de cosas que ignoro” y es uno de los hombres más cultos que conocí en la vida.

¿Por qué me confieso? En primer lugar porque creo que es una ventaja tener claro que falta mucho por leer. En segundo, porque si bien la lista de los 100 mejores libros de la historia es una excelente guía de lecturas, no es la única ruta para un proyecto de lectura. De hecho, quien limitara sus lecturas a estos cien libros se estaría perdiendo de grandes joyas. Creo que más sabio sería seguir las lecturas de Borges. Y más sabio aun seguir el propio instinto: tomar una guía, que puede ser esta lista u otra, la carrera de letras, todo lo escrito por un solo autor, o el librero de la casa materna; y de ahí arrancarse sobre la línea de lo que a cada quien le gusta.

Me confieso para motivar a los lectores. Yo me considero lectora, y me avergüenza un poco no haber leído lo antes mencionado. Pero también creo que mientras esté viva puedo leer y releer lo que sea, y que cada proyecto es personal. Haga el suyo. Procure calidad y ante la duda, pregunte. Planear las lecturas para el año es empezar un proyecto divertidísimo. Para mí lo está siendo y, de hecho, quiero empezarlo ya.

El reto para el año próximo


Pues ahora sí, ya se acabó el año. No es egoísmo, sino realismo: una vez pasado mi cumpleaños hay que empezar a pensar en el año entrante. Después de la tercera semana de noviembre el tiempo se va volando y ya no da tiempo de casi nada. La gente empieza a planear viajes, brindis, reuniones, cenas, regalos… Lo que no se resuelva a finales de esta semana tendrá que esperar hasta el próximo año.

No lo digo por presumir que yo tenga resueltos los pendientes. De hecho, un millón de cosas siguen en el aire. Por ejemplo, la tesis. Cierto que pude entregar un borrador antes de mi cumpleaños, pero no han regresado los comentarios así que eso no está terminado. Otro: la casa. Cierto que ya renové contrato (con aumento de renta y todo), pero todavía no me arreglan la ventana con fuga que permite un charco verano con verano. Más: No ahorré para el seguro de gastos médicos y supongo que 2012 me verá caminando más despacio, trasladándome poco y tomando muchas vitaminas porque tampoco me va a alcanzar para pagarlo esta vez. En fin, que faltan cosas…

Sin embargo, en algo me estoy adelantando: mi proyecto de lectura 2012. Suelo preparar mi presupuesto mensual por adelantado, enlistar mis gastos fijos y otros compromisos económicos y así saber cuánto me sobra para “gustitos”. Del mismo modo, cuando tengo que corregir un texto con una fecha de entrega específica divido en número de páginas entre el número de días y trabajo ese tanto. Así, cuando tenía que terminar de leer un libro en un tiempo específico para la escuela, podía saber cuántas páginas leer al día para llegar preparada a la discusión. Pues más o menos así estoy planeando mi año de lecturas.

En promedio leo un libro por semana, aunque hay años en que leo muchos menos, como este 2011 que leí un montón de artículos y fotocopias para la tesis y releí algunos de los libros con los que estoy trabajando. O como el año anterior en que leí un montón de ensayos, poemas sueltos y cuentitos para terminar la escuela. También hay épocas en que el trabajo es demasiado, el cansancio incontrolable o el reventón exagerado, y entonces no puedo mantener el ritmo de lecturas. Por eso he pensado que este año lo planearé por adelantado. Así como no me salgo de presupuesto y —aunque sea gateando— siempre llego a fin de mes, el próximo año volveré a mi promedio de 52 libros.

No es tan sencillo como suena, después de todo hay millones de cosas que quisiera leer y varios cientos que me gustaría releer. No hay más finalidad que el mismo deleite de la lectura y no hay más guía que lo que ya está en mi librero. ¿Por dónde empiezo? Hay tan poco tiempo y tantos pendientes… Me acordé de una lista de los 100 mejores libros de todos los tiempos que publicó la revista Time hace como 8 años. Recuerdo haberla visto y comentado con amigos. No recuerdo cuántos de los 100 había leído entonces…

Rescaté la lista en Google y la analicé de nuevo. Confieso que de los 100 hay como 10 que definitivamente no me interesan (sí, sería más culta y podría hablar de más cosas, pero no olviden que esta es una batalla contra el tiempo). De los 100 he leído 33, que es poco, y se hace menos porque quiero releer 15 de ellos. O sea, el año entrante quiero leer 72 libros… ¿Irreal? ¡Claro! Pero por eso es interesante el reto. Y sí, parte de la complicación es tener un trabajo de tiempo completo y decidir cuáles serán los 20 libros postergables. Ya les iré contando, aunque no sé si con mucho detalle. Hay algunos libros en la lista que es un poco vergonzoso no haber leído… Pero a ver. ¿Ustedes qué reto se pondrán para 2012?