Archivos Mensuales: febrero 2013

En barco o en bici


Ayer tramité mi anualidad de ecobici. Muy decidida a que la bicicleta se convierta en mi medio de transporte principal pensé que primero quiero probarme en la bici pública, para no invertirle en vano a una propia. El trámite es sencillo y diez minutos después ya estaba yo fuera con mi tarjetita activada. Pensé que tal vez estaría bueno regresarme a mi trabajo en bici, pero recordé que hace catorce años que no me subía a una bici y decidí posponer mi primer viaje.

En la tarde, saliendo del trabajo, tenía que ir a sacarme unas fotos. Salí de la oficina, pasé mi tarjeta por la maquinita esa, tomé mi bicicleta, coloqué mi bolsa en la parrillita delantera y empecé a pedalear.

Mi equilibrio no es el que era, pero eso se resuelve con un poco de práctica. Es cosa de volver a agarrarle la onda y la confianza. Pero lo que es cierto es que nunca había andado en medio de tantos coches. Eso sí debo tomarlo en cuenta: algunos conductores van muy confiados porque saben que no te van a pegar. A otros no les importa. Los menos son agresivos y te avientan el carro. Y hay algunos que o son tarados y descuidados o son tarados y culeros, porque abren la puerta, se echan en reversa, se estacionan mal y te ponen en verdaderos aprietos.

Tal vez me doy cuenta de todo esto porque soy nueva en el tema de la bici. Seguro que con la práctica y el tiempo aprenderé a adivinar lo que harán los demás, como aprendí a adivinar lo que hacen los conductores cuando voy en un auto.

Cuando iba a cruzar Nuevo León sobre Campeche pasó frente a mí un hombre en bicicleta. Su cara era de pedalear durísimo para ganarles a todos, y se movía de un lado al otro como si mover su cuerpo le diera más velocidad. Pensé entonces que ahora que podemos volver a la bici, volvemos a ser los niños que fuimos. Claramente para él era algo divertido y la velocidad importaba. Andar en bici era emocionante y gratificante. Ahora, al menos cuando se sube a la bici, vuelve a ser el niño que fue.

Yo iba temerosa, batallando con el equilibrio, sorprendida de lo mal que está el pavimento en la mayoría de las calles, sorprendida de cuánta prisa lleva la mayoría de la gente y lo poco que les importaría planchar a alguien con todo y bicicleta del gobierno. Me sorprendió incluso que los conductores de motonetas —scooters— también fueran agresivos con la niña nueva de la bici pública. Siempre creí que eran seres amigables que preferían la motoneta que ocupa menos espacio, contamina menos y los hace seres un poco más libres, aliados de quienes nos sentimos vulnerables ante los autos. Pero no, así como el gato teme al perro y abusa del ratón, el conductor de motoneta teme al auto pero demuestra su poder y fuerza sobre los ciclistas. No generalizo, nomás cuento mi experiencia de ayer.

Cuando dejé la bici en la estación pensé que, en efecto, volver a la bici me había devuelto a un momento de la infancia, ese en el que me sentía libre y contenta, pero temerosa, siempre dispuesta a aventarme al ruedo, sabiendo que era muy probable que me diera un catorrazo, porque no me gusta perderme de nada.

Este es un momento de cambios, de decisiones y, tal vez, de catorrazos. La bici es sólo una metáfora de todo lo que está pasando en mi vida. Poco a poco se concreta el nuevo negocio, se acerca un cambio de empleo, es probable que haya una mudanza, una tercera y cuarta personas van a empezar a leer mi tesis, o sea que ya me voy a titular… Siento como si el cambio se respirara, como si la ciudad de México oliera diferente. Espero no darme un catorrazo, ni en la bici ni en la vida. Espero que todos estos cambios sean para bien. Me dijo mi amigo Z “ahí va tu barquito”. Le contesté “mis barquitos, me siento como Cristóbal Colón con la Niña, la Pinta y la Santa María”.

Regreso de la ciudad de ladrillo (Parte 3)


Último día de paseo familiar en Bogotá: comida, compras y despedida. Desayunamos súper bien en un buffet que se le antojaba a la hermana del cumpleaños. De ahí corrimos a Usaquén al mercadito de artesanías donde se nos pegaron todo tipo de cosas: jabones artesanales (dos de chocolate y dos de caléndula: los dos de chocolate desaparecieron de mi maleta en el regreso), cuadernos, velas, monederos, cajitas de madera. Y nos quedamos con ganas de cosas: anillos, collares, sombreros… Ni modo, entre la economía y la lluvia tenaz bogotana, no se puede todo.

Fue un día lindo y helado. Nos mojamos, nos enfriamos y ahora lo pago con una gripita que no termina de darme ni de quitarse. Tuvimos un par de conversaciones heart to heart to heart (porque éramos tres) y tomamos tintos hasta que nos dio la hora de partir hacia el aeropuerto.

Tengo que insistir en que eso de tener una familia sí está chingón. Me habría gustado descubrirlo antes. Pero bueno, supongo que nunca es tarde. La despedida fue complicada y triste: la verdad es que es lo mismo despedirte después de tres días que de diez, y es lo mismo ser el que se va que el que se queda. Me siento profundamente agradecida con mis sobrinos por el amor dado, con mi cuñado por la invitación y con mi hermana por toda su generosidad al traducir del colombiano al mexicano y por todas las atenciones.

Fue un tour como esos que salían en Día Siete de “48 horas en…” donde se describían las principales e imperdibles actividades para un fin de semana en tal o cual ciudad. Bogotá básico: arte, historia y gastronomía en un pis pas.

El regreso fue cansado pero bueno. Leí un par de horas en el avión, me dormí las otras dos. Llegamos a la bonita ciudad de México, pero mi maleta no. Me la devolvieron a los dos días un poquito mermada. Parece que Avianca es históricamente conocida por dejar, perder y olvidar cosas. Yo no lo sabía. Si hay una próxima vez, tendrá que ser con puro equipaje de mano…

Regreso de la ciudad de ladrillo (Parte 2)


El sábado fue bastante más sencillo. De entrada habíamos dormido todas nuestras horas en una cama de verdad. Despertamos temprano y bajamos a desayunar en el hotel. La familia fue a desayunar con nosotras. Las mesas eran para dos personas y no nos dieron permiso de moverlas, así que nos sentamos en parejas. A mí me tocó con mi chiquita sobrinita. Estábamos entre la fruta y el huevo frito cuando empezó a temblar. Al parecer en otras partes de Colombia se sintió muy fuerte. Para nosotros fue bastante leve. De todas maneras el hombre de la recepción nos pidió que saliéramos. Es chistoso lo que ocurre cuando tiembla (bah, es chistoso cuando nada se cae y nadie muere aplastado). Se forman lazos de solidaridad curiosos. La gente de las otras mesas, a quienes no habíamos ni saludado, ya eran nuestros amigos, nuestros compañeros de temblor, nuestros hermanos en la experiencia. Y todo el mundo tiene algo que comentar. “No ha dejado de temblar, miren los cables”. “No es lo más inteligente estar parados debajo de los cables”. “Pensé que estaba mareada porque estoy muy cansada”. En fin… Una necesidad apremiante de reportar lo que pensamos y sentimos justo al terminar el temblor. En algún lugar creo que hasta los más relajados se espantan y todos empezamos a hablar un poco de más a consecuencia de los nervios.

Después del temblor volvimos a nuestro desayuno. Apurar, apurar que había que viajar 50 minutos a Zipaquirá donde hay una mina de sal. Hay que subir un montón de escaleras para llegar a la entrada de la catedral, que es la sección de la mina abierta al público. Recorres un pasillo largo con el viacrucis completo, cada momento representado por una cruz distinta y al fondo hay una pila de bautizo y unas bancas donde los mineros toman misa. No quiero ser una visit spoiler, así que no les contaré mucho más. Sólo les diré que a la salida encontrarán una carreta con piedras de sal de la mina y que puedes tomar una para llevarla de recuerdo. El precio ya viene incluido en el boleto.

De ahí corrimos al súper. Había que preparar la cena cumpleañil que es al final a lo que íbamos. Éxito es el nombre del supermercado y es exactamente como los que tenemos en México, salvo porque las señoras son significativamente más agresivas. Te empujan, te hacen caras y te avientan el carrito. Se necesita una preparación especial para hacer el súper en Bogotá. Eso o nos vieron cara de mexicanas y les caímos gordas…

De la cena, la reunión y la fiesta sólo diré una cosa: hubo un mago. Mi cuñado contrató un mago para el cumpleaños 40 de mi hermana y sus palabras para presentarlo fueron: “Trajimos un mago para celebrar el cumpleaños de M. porque si alguien puede convertirlo todo en mágico y divertido, es ella”. Ah, qué güerita tan rayada, creo que se fue a casar con un buen hombre.

Bueno, les diré una cosa más: la ensalada tenía uchuvas, esta fruta deliciosa familiar del tomate verde que creo que podría comer todos los días al menos por un año. Es anaranjada y acidita, más dulce que el tomate verde, con la misma cáscara y las mismas semillitas. Las había comido cubiertas de chocolate, ¡pero frescas en la ensalada son una delicia!

Regreso de la ciudad de ladrillo (Parte 1)


Dice mi hermana que si llegas en avión de día se ve una mancha naranja. No lo dudo en lo absoluto: la mayoría de las construcciones son de ladrillo: casas, edificios, hospitales, tiendas, oficinas… Es una ciudad harmónica por tanto anaranjado: Bogotá.

Llegué cuando todavía no terminaba de amanecer y no pude notar esta mancha anaranjada que cubre un pedacito de planeta. Fue la primera vez en más de 20 años que compartí un viaje con mi madre. Fue emocionante. Llegamos ahí mal dormidas y mal comidas, pero muy contentas. Fue fácil recoger las maletas y, como veníamos temprano, decidimos sentarnos a tomar un tintico mientras llegaban por nosotras. Por suerte, mi hermana había llegado temprano también y planeaba hacer lo mismito en el mismo lugar. Nos subimos a su auto y vámonos a su casa: tintico, arepas, mojicones, buñuelos… Pareciera que su objetivo era engordarnos para navidades, pero en realidad lo que buscaba era que probáramos todas las delicias de aquellas tierras lo más rápido posible.

Terminando de desayunar nos trepamos a un taxi y corrimos al Museo del Oro. El taxista que nos llevó era de esos fatalistas que gustan de alarmar al prójimo. Dijo que había que sacar copia al pasaporte para no cargarlo porque seguro que te lo roban. Dijo que no anduviéramos “dando papaya por las calles”. Pienso que ha de ser muy parecido a mi México lindo y querido y no me espanta. La misma papaya que no doy aquí no la doy en otras partes.

Visitamos el museo. Me alegró descubrir que sí he aprendido cosas en mi paso por el INAH. Salimos corriendo porque el objetivo era vencer a la lluvia —que en Bogotá es tenaz— antes de subir a Monserrate. Subimos en teleférico a 3152 metros sobre el nivel del mar. Existe la leyenda de que a Monserrate no conviene subir de novios porque no se casan. Hay que subir con la familia o con amigos. Abajo, donde tomas el teleférico hay un jardincito lleno de hortensias. Otra creencia común es que las solteras que tienen hortensias en su casa tampoco se casan nunca.

Arriba nos fotografiamos, nos tomamos un tintico con un pastel gloria y nos devolvimos. La bajada en el teleférico se siente más empinada que la subida, esa cosquillita que da en la barriga cuando todo baja más rápido que tus tripas. ¿Saben cuál? Tomamos otro taxi y le pedimos que nos llevara a un restaurante que se llama Sopas de mamá y postres de la abuela. Parece que tienen un competidor que se llama Sopas y postres de la abuela, y el taxista se empeñaba en llevarnos ahí. Nos habría convenido porque ahí manejan la bandeja paisa vegetariana, ideal para mi hermana. Pero el otro estaba más cerca de su casa y había que volver medio pronto. En el taxi nos quedamos súper dormidas las tres. Después de la siesta revitalizadora me embutí un platote con un chingo de arroz, frijoles, patacones y carne de borrego, con hogao. ¡Buenísimo! Y súper llenador.

Salimos de ahí y habría estado bueno caminar porque me sentía muy barrigona. Pero llovía, así que tomamos otro taxi y corrimos a casa de mi hermana para saludar a los sobrinos que volvían del colegio. ¡Qué emoción! Dibujos, abrazos, risas, gritos, besos, más abrazos y más risas. Nos quedamos ahí un par de horas. Me tocó hacer tarea de matemáticas con mi sobrinita ¿Quién lo diría? Y como a las ocho de la noche mi madre dijo que ya se moría de sueño y que por favor nos llevaran al hotel. Caímos como tablas y dormimos como bebés. Fue un buen día, agitado, cultural y gastronómico en Bogotá.

La foto


Así lucía al minuto

Así lucía al minuto

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