Archivos Mensuales: enero 2013

Tatuose


Y que agarra y que se voltea y que se tatúa. Bueno, agarra, se voltea y deja que la tatúen, seamos francos. La experiencia fue diferente a todas las otras cosas que he hecho en la vida. Quedé de encontrarme afuera de mi trabajo con mi querido amigo Javi que muy amablemente accedió a acompañarme a Polanco al tema tatual. Nos trepamos a un taxi y le dijimos “Al museo Soumaya, por favor”, a lo que respondió: “Ahí me van diciendo”. ¡Chin! Pues nosotros tampoco tenemos mucha idea… Diosbendiga a Waze, a internet, al gps y —duele decirlo— a Telcel. Había muchísimo tránsito, pero llegamos sólo diez minutos tarde.

Entramos al estudio. Un sitio decorado con portadas de vinilos de la década de 1950, súper bien iluminado, con una camita como de doctor y no mucho más. Nos invitaron una cervecita, hablamos del diseñito, del tamaño del tatuaje, del tiempo que tardarían en hacerlo, del proceso y el tiempo de curación… Son francamente muy amables.

Luego llegó el momento estresante. Quítate la bota, súbete el pantalón por arriba de la rodilla, recuéstate boca abajo en la camita y relájate. Pedí otra cerveza. Me mostró mi aguja nueva e imponente. Parece bastante más terrible de lo que es en realidad. La impresión es parte de ser una novata. Me enseñó un objeto como de acero esterilizado, que es donde se mete la aguja, me imagino que es una especie de jeringa (¿?). Luego prendió la máquina tatuadora que hace un ruidito de golpeteo veloz, no muy fuerte, ni remotamente comparable con los ruidos del consultorio dental, pero nada agradable. En especial porque sabes que anuncia la sensación pinchadora.

Cuando empezó a pintar empezó a arder. Algunas partes del dibujo resultaron bastante más dolorosas que otras. Por suerte Javi me dejaba apretar su mano con fuerza y, por suerte, había música. Después de advertirles que si yo iba a aguantar la aguja ellos iban a aguantar mis gritos, cantaba yo para no tener que gritar. Me daba risa, mucha, pensar que estaba yo pasando por un asunto francamente incómodo por gusto. Me daba risa que yo que tanto odio las agujas decidí someterme a este proceso de más o menos una hora. Javi pensaba que estaba sintiendo cosquillas. Pero no, todo era risa nerviosa. Hubo dos o tres gritos medio fuertes, y en algún momento estuve a punto de morder la mano de quien tan generosamente me acompañaba. Necesité una tercera cerveza y la respectiva pausa para hacer pipí. Cuando volví a la camita sentí diferente, frío, bastante menos doloroso —o ardoroso— y en más o menos quince minutos estuve lista. Me tomaron una foto y prometieron enviarla por mail. Cuando la tenga, podré mostrársela.

Ahora arde un poco, pero pensé que sería peor. La regadera, la secada, la Vitacilina, el roce del pantalón… Es molesto, medio incómodo, pero nada insoportable. Pensé que sería como una quemada o un raspón que arden pa la chingada cuando se mojan y no se pueden tocar con nada. Se supone que tengo que cuidarlo mucho del sol, tengo que lavarlo con jabón neutro y ponerme mi pomadita. Obviamente no rascarme y evitar que la costra, cuando empiece a hacerse, raspe con cualquier cosa, para que no se bote la tinta. Luego todo será risa y presunción.

Estoy contenta. Hice algo que había querido hacer por mucho tiempo y quedó bonito. Espero no arrepentirme en un año ni en diez. De alguna manera tatuar este mantra en mi pierna derecha es como firmar un contrato, un compromiso por buscar lo que el mantra reza. Sí, sé que algunos dirán que pude haber firmado ese contrato de otra forma, pero esta es decorativa y me encanta.

Por cierto, el estudio donde me tatuaron es Flip Flop Tattoo Studio, por si ocupan.

Tatuar o no tatuar…


 

 

Llevo años pensando en tatuarme. Me alegra no haberlo hecho todavía porque seguramente de haberlo hecho más joven me habría tatuado un piolín. Sin duda me habría tatuado en alguna parte de mi cuerpo que hoy luce muy diferente por los kilos que he ganado a través de los años. Ahora sería una tremenda mancha deforme y amarilla. Lo he pensado mucho. Veo las pieles tatuadas y las envidio. Mi queridísimo amigo Chuck opina que la gente no tiene suficientes tatuajes, y tiene razón. Yo no quiero nada súper alocado. Si algo, prefiero discreción.

He visto muchos tatuajes, negros y a color, grandes y pequeños, apretados y separados, lindos y feos, cursis, rudos, ñoños y medio satánicos. He visto tatuajes de fanáticos de la virgen de Guadalupe, de Metalica y AC DC, de lo oriental, de lo griego, de lo romano, de lo medieval, de lo espiritual, de los fenómenos naturales, de los astros, de los símbolos, del amor, de una pareja, de sus hijos, de un momento. La gente marca su piel por diversas razones, pero en general procuran que sea algo que nunca va a cambiar. Sólo los más chiflados se ponen el nombre de un novio, por ejemplo.

Pues al fin me voy a tatuar. Le he dado miles de vueltas: qué y en dónde. Tiene que ser en una parte de mi cuerpo que pueda mostrar si quiero y pueda ocultar también. Tiene que ser en un lugar carnosito porque dicen que pegado al hueso duele pa la chingada. Pero de estas zonas carnositas tengo que elegir una que no sea “interna”, o sea, ni la parte de adentro del muslo ni la parte de adentro del brazo, porque estas zonas son extremadamente sensibles también. No puede ser en el brazo, ni en la panza, ni en la cintura, ni en las pompas, todas estas zonas se estiran y se aflojan con el embarazo y sí quiero, además del tatuaje, tener un bebé algún día. Total que estuve tachando partes del cuerpo y la que quedó como casi única opción fue la pantorrilla. Ahora tengo que decidir cuál de las dos quedará marcada de por vida. Me inclino por la derecha, casi puedo sentirlo. Pero no lo sé.

¿Qué me pondré? Un pequeño mandala con el mantra budista tibetano más popular en el mundo occidental. Lo haré en una sola tinta: negro. Medirá cerca de cinco centímetros. Y mientras lo escribo empiezo a sudar frío.

El lunes me metí en internet a buscar cómo es el proceso de tatuado y cómo es el proceso de sanación. Jeezus! Yo que odio las agujas, que sufro particularmente ante el ardor y que me siento incómoda con cualquier heridita, desde una cortada de papel hasta un hoyo en la barriga… Yo hice una cita para esta noche con un tatuador que me va a rallonear la pierna derecha. Estuve apunto de echarme para atrás. Pero ya lo platiqué con gente, ya conseguí un amigo que me tome de cada mano mientras me tatúan para no sentirme triste y sola. Mucha gente ha pasado por lo mismo y el resultado suele ser feliz.

Pregunté por muchos lugares y elegí un estudio tatuador fresísima de Polanco. Haces cita por internet, les mandas el diseño, te cotizan el dibujito y te regalan una malteada mientras te tatúan. Se llama Flip Flop y los tatuajes que he visto hechos por ellos son lindos, están bien hechos, y los tatuados se ven contentos y saludables. Me preocupa mucho que las letritas tibetanas queden bien. Serán pequeñas y no me gustaría que termine siendo una pinche plasta espantosa sin significado alguno. Me importa que esta marca que llevaré en la pierna sirva para recordarme de la paciencia, la disciplina, la sabiduría, la generosidad y la diligencia que pide y da el mantra a tatuar.

Ya les contaré cuánto sufro los próximos 15 días y si el resultado es el deseado. ¡Deséenme suerte! Y a ver qué dice mi mamá…

El otro lado de la puerta


Últimamente la gente de mi edad —o cerquita— se pregunta con relativa frecuencia si esto es la vida. Hace unos meses uno de mis amigos más queridos me decía “¿Entonces la vida es comer, dormir, salir a trabajar e ir al cine?”. Fue fácil responder que no, que se ocupa además un proyecto personal.

Luego, mi vecina preguntaba si la vida no es más que un montón de años que empiezan y terminan. Opiné que también es comer, dormir y hacer pipí. Al final decíamos un montón de tarugadas y terminamos a carcajadas. Fue bueno comprobar que la vida es mucho más que eso.

Ayer una de mis amigas más cercanas tuvo un desencuentro que le va a cambiar un poquito la vida, y esta fecha se le va a quedar muy bien grabada en la memoria… Ahora le toca empezar una nueva etapa de vida, que puede ser tan emocionante o deprimente como ella decida. Es cierto que pasan cosas que no podemos evitar. Y es cierto que con el paso del tiempo descubrimos que habríamos preferido hacer algunas cosas de otra manera. En lo personal, me arrepiento de ciertas relaciones, por haberlas aceptado o rechazado. Pero también creo que las cosas no serían mejores ahora si yo hubiera hecho algo distinto entonces. Pienso, por ejemplo, en un novio que tuve hace años. Era un hombre francamente bueno y francamente atento. Me consentía muchísimo, me quería muchísimo y yo a él. Pasábamos largas temporadas separados, pero él siempre se hacía presente. Yo no me sentía sola, a pesar de extrañarlo. Pero él tenía un problema y yo tenía la certeza de que sólo podía hacerse peor con el tiempo. Salí corriendo con la certeza de que eso era lo mejor. Hoy me arrepiento muchísimo. Él tiene una familia armadísima, se ha deshecho del problema aquel, tiene una vida linda y se mira muy contento. Se ve guapo, tiene una vida muy completa y lo que pueda estresarlo, definitivamente no se nota. Lo veo así y me alegro, pero el lado más tonto de mí no puede evitar preguntarse si podría ser yo quien comparte esa vida con él de no haber corrido para el otro lado.

Pues no. Si lo pienso sin prisa queda bastante claro que lo que tiene él con su mujer es una construcción de dos personas —que sólo pueden ser ellos dos— que aprendieron a estar juntas, a amarse y respetarse y que decidieron formar una familia. No tiene nada que ver conmigo. Y de haberme quedado, algo más habría ocurrido y él no estaría conmigo, muy probablemente estaría con ella.

El desencuentro que tuvo ayer mi amiga y el cambio repentino en su vida parecen ahora una cosa complejísima, pesada y sin pies ni cabeza. Pero en realidad es una puerta que se abre. Soltar a aquel viejo amor también es una puerta que se abre. La ventaja enorme es que ahora es mi puerta y yo decido si abre o cierra, yo decido quién entra y quién sale, y decido si los cambios son para bien o para mejor. Quisiera encontrar la forma de transmitirle a mi amiga la paz que sólo la experiencia brinda. Si bien ella es un poco mayor que yo, lo que hoy cambia el rumbo de su vida me ocurrió a mí hace tiempo. Y sí, siempre que algo mediano pasa, es fácil creer que no vamos a saber salir. Pero ahí está la puerta, y lo que hay del otro lado sólo depende de nosotros.

Si de niña me hubieran dicho que de grande sería mesera, viviría sola, recogería un perro de la calle, tendría un empleo en una instancia federal, sería novia de músicos y escritores, preferiría la compañía de un libro y recurrirían a mí para hacer las cuentas, nada en este mundo habría contenido mi carcajada.

¿Mi punto? Nada está escrito y quedan muchas cosas por hacer. La vida no son sólo años y no es sólo comer y cagar. Pero hay que echarle muchas ganas para saber lo que sí es.

Ah, qué la tecnología…


 

Nunca había sido más difícil comunicarse que en esta era. Mientras más medios de tenemos, más frustraciones encontramos. Antes teníamos que llegar a casa para saber si alguien nos había buscado. Si funcionaba la contestadora —cuando la hubo—, llegar a una casa vacía no implicaba haberse perdido los recados. Y sabías que, dependiendo quién recibiera la llamada sabías si te darían o no el recado. Aquello era un volado. Depender de la contestadora, del tránsito, de la distancia y de que el otro se encontrara en su casa para poder hablar brindaba una paz que ahora desconocemos.

Antes tenías que ir al correo para mandar una carta. Dependías del horario y de la oportunidad. Y había que esperar no sé cuánto tiempo para tener una respuesta: días. Era lindo llegar a casa y descubrir que el cartero traía noticias de los hermanos o los tíos o los primos de fuera. Era bueno para nuestra salud emocional saber que estábamos esperando una respuesta, pero no saber cuándo llegaría.

Luego llegaron internet y los teléfonos celulares y todo fue diferente. Pero incluso entonces había un ritmo más relajado que el de hoy. Tenías que llegar a casa o a la escuela o a la oficina de tu papá para poder leer tus mails. Y llamar por celular era algo que reservábamos para una emergencia, para invitaciones y cancelaciones de último minuto, para decir algo muy concreto. Eran las llamadas de casa a casa las que se hacían sólo para saludar, para saber cómo estás o para decirle cosas lindas al niño que te gusta.

Ahora somos esclavos de un aparato que empezó buscando hacerse cada vez más pequeño y ahora es cada vez más grande. Ahora tenemos internet en el teléfono y por una (no tan) módica cantidad podemos chatear, leer correos, tuitear, feisbukear, instagramear, bloguear y hablar todo el tiempo que queramos. Si usted quiere, se puede obsesionar con todas estas, o puede padecer la obsesión de su elección. Mis debilidades son el whatsapp, el tuiter y las estadísticas de este su blog.

Pero lo más perturbador del tema es que ya no podemos esperar. Cuando mandamos un mensaje esperamos respuesta inmediata. Cuando marcamos sin suerte esperamos que nos devuelvan la llamada en cuestión de segundos. Cuando un teléfono está apagado o no tiene señal se nos hace un nudo en la panza. Quedarte sin pila es motivo de ansiedad. En el momento en que te quedas solo, mandas un mensaje. A la menor provocación le marcas a una amiga. Cualquier cosa se vuelve relevante y digna de contarse. Todo lo que haces, lo que piensas, lo que ves, lo que escuchas es comentable. No dejamos espacio para el silencio. Tenemos siete llamadas perdidas, cuatro nuevos correos, dos menciones en tuiter. Ayer me marcó mi madre y no entró la llamada. Antier me marcó un amigo cuatro o cinco veces y no lográbamos escucharnos bien. Hoy me dejaron plantada y estoy decidida a culpar a Telcel antes que a un amigo. Nunca había sido tan difícil comunicarnos porque nunca habíamos tenido todos los medios tan a la mano, porque no estábamos acostumbrados a la inmediatez, porque evaluábamos las comunicaciones como importantes o no. Antes “una llamada perdida” era irrelevante. Si llamaban a tu casa el teléfono podía sonar hasta el cansancio y nunca te enterabas. Ahora tienes la certeza de si llamó o no llamó, de que te plantaron, de que saben que llamaste y no te contestaron. Yo no sé si sea cierto que usar mucho el celular pueda causar cáncer en el cerebro, pero entre la frustración, la prisa y el desengaño tanta comunicación sólo puede hacernos daño.

Contamos con sistema de apartado


Cuenta la leyenda que la costumbre del anillo de compromiso viene de Egipto. Dicen que se lleva en el dedo anular izquierdo porque de ese dedito sale una vena que va directo al corazón. Dicen que desde entonces simbolizaba una relación seria.

Históricamente, el anillo de compromiso podía estar hecho de oro o de hierro, sin piedra o con esmeraldas, rubíes, zafiros y diamantes. E históricamente se prefiere el diamante porque es más difícil de encontrar, más costoso, más atractivo y es símbolo de lujo y glamour. Da cierto estatus, pues. Algunas chicas, consciente o inconscientemente compiten con otras por quien tiene el mejor diamante en la mano. Sin embargo, la preferencia por los diamantes se justifica por cualidades más allá de su apariencia: Se dice que es una piedra indestructible que simboliza fortaleza. Se relaciona con el compromiso porque sugiere que el amor de una pareja es puro e invencible. ¿Será? ¿O será nomás que son hermosos y muy caros?

Cuentan que el anillo de compromiso debe costar tres veces el sueldo del novio. Nunca he entendido por qué. Hay quienes aseguran que es considerado un sacrificio del novio por su amada. Yo pienso que es necesario poner un ahorrito en manos de la mujer para que, si nos carga el payaso económico, tengamos algo que vender…

Muchas veces he pensado en el anillo pero nunca en lo que significa el compromiso. No sé si será por mi edad, por la canción de Beyoncé, porque sospecho de las relaciones a distancia o porque un par de amigas mías se van a casar, pero he estado pensando un poco en eso.

Curioso tema ese del anillo de compromiso, ¿no? Supongamos que cierto señor y yo acordáramos casarnos en un par de años. Pero cada quien tiene una vida, en ciudades distintas o en la misma, un montón de proyectos personales y profesionales por desarrollar. Él y yo podríamos cerrar nuestro compromiso, ponerle fecha y presentar a nuestros padres. Si nos lo tomáramos muy en serio, habría un diamante de por medio. ¿Y eso qué significaría? ¡Que estaría yo apartada! Esta señora anda suelta por la vida pero tiene un sistema de localización que funciona las 24 horas. Esta señora anda del tingo al tango haciendo y deshaciendo social y profesionalmente. Esta señora, duerme, come y pasea a la hora que quiera y no tiene que rendirle cuentas a nadie. Pero esta señora está apartada, puede hacer lo que le dé la gana salvo conocer a otro hombre, enamorarse y salir con él. Pero el sujeto no lleva ningún anillo, ningún chip localizador, ni tiene grillete, ni marca alguna que revele a la sociedad que él tiene un compromiso con esta señora.

El anillo es considerado un gesto romántico. En especial si es como en las películas y el anillo perteneció a la abuela del sujeto o cosa parecida. Pienso en las historias románticas de finales del XIX y entiendo que este sujeto y esta sujeta se comprometieran por medio de un anillo. Tiene sentido si tu apellido es Bennet.

Siempre he querido un anillo, aunque no sé bien para qué. Me pregunto si un día tendré un anillo (aunque sé que con este textito cierro todas las posibilidades). Me pregunto cómo va a ser mientras ruego no sea dorado. Un diamante, mi diamante, nuestro diamante: una piedra pegada a un aro de metal que le cuenta al mundo que yo estoy comprometida con un señor, pero no dice nada del compromiso del mismo.

¿Será realmente una costumbre romántica? Es una marca que él pone sobre ella. Ella ya le pertenece a él y nadie ha firmado nada. ¿Y ella con qué garantías se queda? Propongo que, si nos vamos a andar poniendo marcas de propiedad, se vale que la novia en cuestión le deje al señor tremendo chupetón en el pescuezo. Un sello será más lindo que otro —y sin duda más costoso—, pero al menos estará claro que ya los dos están apartados.

El decálogo de la nueva soltera


Volver al mundo del ligue y de las citas puede ser muy perturbador. El otro día conversaba con una de mis amigas. Ella, por ejemplo, ya no quiere deitear como a los 25 años, necesita salir con güeyes que quieran una chava de 37. Y tiene razón. No queremos las mismas cosas que hace diez años. Y no estoy hablando de matrimonio e hijos. No estoy hablando de compromisos y ataduras. Hablo, simplemente, de lo que ya no nos divierte.

Claro que sigue siendo divertido salir por unas chelas y echar unas risas. Eso nunca pasa de moda. Sigue siendo divertido bailar un rato. Sigue siendo divertido conversar horas y horas de temas varios cambiando de escenario cada tanto para que la conversación nunca sea muy profunda. Pero es más divertido hacer todas estas cosas en grupo, con varios amigos, sólo con tus amigas, y con un solo muchacho. O sea, que si se puede explotar en grande cualquier a de estos momentos, ¿para qué convertirlos en una cita de amor y perder en ello todas nuestras energías?

Y es que las citas son eso: energía invertida al corto, mediano y largo plazo con unos rendimientos entre nulos y desconocidos y pagando intereses altísimos. Desde las mariposas en la panza cuando te invita a comer hasta que te vas a dormir el día de la cita, todo es un gasto de energía. ¿Qué me voy a poner? ¿Debería ir a la peluquería? ¿De qué hablaremos durante la comida? ¿Las manos abajo o sobre la mesa? ¿Pido otra copa de vino o ya es demasiado? Pediré postre sólo si él quiere compartirlo. ¿Y si mi conversación le parece aburrida?

La despedida siempre consta de un picorete y un abrazo que hasta parece afectuoso acompañados del sobrevaluado “nos vemos pronto”… Yo no sé ustedes, pero algunas de nosotras seguimos creyendo que si alguien dice “nos hablamos”, pues nos hablamos. Y no porque la cita haya sido la enorme maravilla, sino porque el rato compartido pareció agradable. Por todo esto, mis amigas y yo hemos trabajado el decálogo de la chica sola que desea seguir sola y deitear sin morir en el intento:

1. No saldrás a solas con un muchacho.

2. No irás a fiestas donde sólo estén sus amigos.

‪3. No aceptarás aventones sin chaperón.

4. Él deberá hacer méritos durante tres meses para ganarse un beso de verdad.

5. Mientras no diga “shot”, “pidos” o “te quiero”, tú puedes coquetear con quien quieras.

6. Ir a una fiesta con él no implica salir de la fiesta con él.

7. No puede pasar a tu casa, ni siquiera a usar el baño.

8. Los pretendientes no tienen derecho a intimar con tus familiares ni amigos más cercanos.

9. Todos son putos hasta que demuestren lo contrario.

‪10. Si empiezas a extrañarlo, corre y refúgiate donde no haya teléfono ni internet.

Estimado lector, si este decálogo le parece demasiado exigente, pregúntese por qué. Estimada lectora, si tiene comentarios sobre ajustes o sugerencias acerca de estas reglas, siéntase en absoluta libertad de colaborar.

Yo no olvido el año viejo


Se terminó 2012 y con él una serie de historias sin sentido. Hay que saber cuándo parar, dicen los clásicos. Pues yo paré anteayer. El amigo que perdí, lo perdí y el que volvió, pues volvió. No más ruegos. Quienes transitaron por mi vida dejando cosas buenas y desaparecieron, tendrán siempre un lugar importante en mi corazón. Quienes enloquecieron y no dejaron más que confusión tendrán siempre la puerta abierta para explicaciones. Quienes me enseñaron lecciones por la mala y me dejaron girando sin saber qué es lo que pasa, tendrán mi eterno agradecimiento, porque hay cosas que no iba a aprender más que así.

Se terminó 2012 y yo tengo en una mano la incertidumbre laboral y en la otra la felicidad más curiosa de las felicidades que he tenido en la vida. El año pasado me dio una familia, la que he tenido siempre pero que ahora, por primera vez en nunca, quiere jugar a ser una familia de verdad: pasear, comer, reír, ir al cine, compartir, conversar, ir de compras, cenar, bailar, hacer pijamadas, enojarse, cansarse, desesperarse, y volver a comer, reír, jugar, y conversar. Lo había visto en las películas, pero esta vez lo experimenté en la vida real.

Se terminó 2012 y he decidido que no será recordado como el año en que se destapó el más grande de mis dolores. Será recordado como el año de la buena comunicación entre las mujeres, el año en que escuché hablar al corazón de mi hermana mayor y en el que mi madre y mis hermanas escucharon el mío. Pasará a mi historia 2012 como el año en que sólo cumplí uno de mis propósitos y sin embargo hice mucho por arreglar mi vida y fundar un futuro más parecido al que deseo.

Me costó trabajo el 31 hacer mi lista de cosas malas. Me costó bastante menos hacer mi lista de cosas buenas. No me he puesto ni un solo propósito (aunque tengo una voz en off que me va dictando un montón de planes). Este año no haré una lista de lecturas. No haré una lista de propósitos. Mis deseos, cada vez más claros, se los pedí a las campanas con las uvas, sin haberlos planeado antes. Se terminó 2012 y yo hice sólo una lista: la de pendientes. ¿El plan? Que 2013 fluya, que sea un gran año y que nos deje respirar. Que todo lo que se revolvió el año pasado se asiente y que cada cosa caiga en su lugar. Que encontremos dentro de cada uno de nosotros la posibilidad de crecer y ser mejores sin estresarnos. Que vivamos más tranquilos. Que la economía mundial no nos lleve al traste. Que las decisiones de nuestros políticos no nos jodan tanto como los seis años anteriores. Que la honestidad vaya ganando plazas. Que la pobreza de espíritu pierda a todos sus voceros, a todos sus aliados y a todos sus seguidores. Que reine la amistad y que no olvidemos lo aprendido.

Se acabó 2012 y hoy, 2 de enero, he logrado hacer una lista de lo que quiero y lo que espero que signifique este nuevo año para mí, para mi país y para toda la gente. ¿Ustedes que le piden al año nuevo?