Archivos Mensuales: agosto 2012

Cositinas de la vida


Antier una mujer que conozco salió a correr, como todas las mañanas, acompañada de sus dos perritos, un macho y una hembrita que son parte importante de su familia. Hacia el final de su recorrido se encontré unas pequeñas bolas de pelo, pero no de las que aterran, sino de las que dan ternura y curiosidad. Se acercó con cuidadito y descubrió que eran dos, que eran unas perritas y asumió que, aunque eran muy distintas, lo más seguro es que fueran hermanas. Pues las cargó y se las llevó a su casa. Ese día en el trabajo anunció la existencia de los animalitos, preguntando quién podría ofrecerles un hogar. Ni tarda ni perezosa y porque, además de amante de los canes, soy una atrabancada, dije ¡yo!

Ayer la trajo a la oficina. De contrabando y como queriendo que la ley no se diera cuenta, aprovechó que es chiquititita y la cargó desde la calle hasta nuestro lugar de trabajo. Cuando llegué, ellas ya estaban aquí. Vi a la perrita y caí en el amor automáticamente. ¿Cómo puede alguien dejar a un ser tan chiquito, tan bonito y tan simpático a su suerte? No entiendo.

Pasamos el día en el trabajo. A ratos dormía en mis piernas, luego le daba calor y buscaba un sitio más fresco. Luego le extendí una toalla en el piso y se recostó encima de ella. Durmió muchísimo. Comió, como debe de ser, y después de comer, beber y dormir hizo caca y pipi, como es pertinente.

A la salida la metí en una caja acompañada de dos carnazas, un costal de dos kilos de croquetas y la dichosa toalla. Salí muy decidida rumbo a un veterinario, quería que me dijeran que su corazón y sus pulmones funcionan, que su edad es aproximadamente dos meses y medio, que crecerá más o menos a la altura de mi rodilla, que la desparasitaran y me planearan de una vez el calendario de vacunas. En un sitio me batearon. Dijeron que tengo que vivir con mi animalita mínimo ocho días. Los mandé por un tubo. En el segundo sitio nos abrieron un expediente y todo fue mejor.

La cachorrita se llama Nora. Saliendo del médico nos trepamos a un taxi para ir a cenar a mi casa. Nada parece intimidar a esta creatura. Contenta, chucha, caminado un poco del lado —como hacen los cachorros— y robando a su paso un trapo y las hojitas caídas en una maceta, se apropió de mi casa y la hizo suya. Es muy pequeña, es muy noble y creo que vamos a ser muy felices juntas. Estamos aprendiendo a coordinar nuestros horarios y tenemos que disciplinarnos con el tema de ir al baño, en especial ella porque yo ya hace rato que entendí cómo es la cosa.

En este momento estoy en mi oficina y ya me urge por llegar a casa a verla. Chiquita peluda y graciosa, espero que no esté furiosa por haberse quedado tan solita…

Mientras, vivo un curioso fenómeno. Desde ayer soy como la más popular de mi oficina. Todo el mundo me pregunta por la cachorrita, a todo el mundo parece importarle cómo pasé la noche. Todos quieren saber si fuimos al doctor y qué nos dijeron. Todo el mundo me visita, aunque hoy un poco menos que ayer. Hay gente que en dos años no me ha dado ni una vez los buenos días y ahora tan atentos y cordiales se interesan en la bebé.

Es gracioso, cuando yo me enfermo casi nadie me pregunta qué dijo el doctor. Cuando yo tengo hambre no hacen cara de ternura mientras me extienden una mano con galletas. Cuando tengo sed no buscan un poco de agua para mí. Si me duermo en la oficina, me ven raro. Y no quiero ni pensar lo que pasaría si me hiciera pis a la mitad de todo. Pero claro, como Nora es chiquita y tiene la nariz mojada, todo mundo quiere tener algo que ver con ella.

Tú no, otra


Siempre me ha llamado la atención que la gente, cuando habla de una tocaya y cuenta una hazaña que yo sé que no es mía, aclaren “No tú, otra”. ¡Claro que otra! Yo no trabajo en tu oficina, mi novio no se llama Pedro, yo no tengo hijos, no vivo en Querétaro, no hice la primaria en esa escuela, nunca he estado en Rusia, no sé bailar tap y no me gusta comer pollo. Para mí al menos es obvio cuando se refieren a una que se llama como yo pero no es yo. “El otro día mi amiga Fulana, no tú, otra, me contó que nadó con delfines y casi se ahoga”. En todo caso, si estuvieran hablando de mí conmigo no usarían la tercera persona, o sí? Tal vez terceras personas necesitan la aclaración: “El otro día, Perenganita —no ella, otra— llevaba un moño rojo gigante en la cabeza”. Eso puedo entenderlo.

En todo caso, todos tenemos alguna referencia, que ayuda a prevenir que se refieran a cualquiera como “otro” u “otra”. La primera gran cosa es que casi todos tenemos apellidos. La segunda (que está francamente mucho menos padre) es que puedes ser la gordita, la güerita, la chaparrita, la de los chinos… Y la tercera (que es la peor) es que todos somos la mamá de alguien o la hija de alguien o la novia de alguien o la amiga de alguien o la ex de alguien o la colega de alguien.

Sin embargo, usted puede estar seguro de una cosa y que luego no sea cierta. Por ejemplo, puede estar seguro de que cuando alguien habla de un tocayo con alguien, no es necesario aclarar que se trata de otra persona. Uno puede no saber lo que es y lo que hace, pero solemos saber lo que no somos ni hacemos, sabemos a dónde no fuimos, con quien no hablamos, quiénes no son nuestros novios ni nuestros hijos, quienes no son nuestros padres y a qué no nos dedicamos.

¡Ah! Pero siempre hay la excepción a la regla.

El otro día hablaba yo con un fotógrafo que se llama Ernesto, que es tocayo de mi jefe. Hablábamos de un material fotográfico que necesito y cuando le explicaba las especificaciones de las imágenes necesarias le dije “Lo que me decía Ernesto es que es importante que se vea gente trabajando”, a lo que repuso “¿Yo?”.

Usted pensaría que este muchacho sabe que él no me dijo que era importante que en las fotos saliera gente trabajando. Usted pensaría que, llamándose Ernesto, está claro que tiene varios tocayos que pueden hacer y decir varias cosas sin dar pie a la confusión. Usted pensaría que, de referirme a él, usaría la frase “tú me dijiste…”, pero además él no es quien me dice, porque él no es mi jefe.

No sé si me preguntó “¿Yo?” para estar seguro de que yo sabía lo que estaba diciendo. Tal vez tiene un problema de memoria a corto plazo y de pronto, en efecto, no supo de quién le estaba yo hablando. Quizás es un reflejo porque está acostumbrado a que le aclaren que “no él, sino otro”.

Ciertamente es raro cuando una persona habla contigo de alguien que se llama como tú. Sí hay un fragmento de segundo en el que piensas que pueden estar hablando de ti. Pero ese momento en verdad no dura nada, porque lo inmediato es la anécdota, la historia, la crítica. “Mi amiga Sabina (¿yo?) tuvo un hijo el mes pasado (¡ah, no!)”. Después de saber que se refiere a alguien que tuvo un hijo el mes pasado, yo debería tener claro que no habla de mí… bah, a menos que haya tenido un hijo el mes pasado, pero eso me haría pensar que hablamos de casualidades, no de algo que hice.

Tal vez esa es la explicación de por qué algunos padres buscan nombres exóticos, inventados o antiguos para sus hijos. Mientras menos tocayos tengas menores serán las probabilidades de que creas que dijiste algo que no dijiste. ¿Será?

Todo puede pasar


Vivo en un mundo de libros y películas, sin embargo tengo claro que por mucho que mi realidad se parezca a la ficción sigue siendo un poquito distinta. Una vez Rodrigo Johnson dijo que no existo, que soy un personaje inventado por Carmina Narro. A veces siento que vivo en un drama decimonónico, a veces en una película de terror, otras en una comedia adolescente y, cuando tengo suerte, en una glamorosa comedia romántica. También hay veces en que siento que estoy en un aburridísimo libro de 160 páginas eterno, lleno de lugares comunes y pérdidas de tiempo. Aunque sí me queda claro que esta vida, con todas sus altas y sus bajas, está muy llena de cosas, y entre sorpresas, planes y sueños se me ocurren un millón de tonterías.

Imagine usted, por ejemplo, que el cantante favorito de su madre hace una gira por los Estados Unidos. No hay dinero para ir, mucho menos para invitar a la madre, pero qué bien estaría reservar un hotel, treparse en un avión y aparecer una tarde en… digamos Las Vegas.

Ahora imagine las atracciones de la ciudad, todo lo que hemos visto en las películas: el Black Jack, las maquinitas, los shows, los neones, las bailarinas, las piscinas, los cocteles… Aceptemos de una vez que Frank Sinatra nos timó a todos, Nueva York no es la ciudad que nunca duerme. Sospecho que Las Vegas puede serlo. Creo, de hecho, que puede ser la capital de la gente rara, con y sin onda. Divertido, sin duda.

Hoteles temáticos, una fuente que baila al ritmo de “New York, New York”, una imitación de CSI donde puedes resolver tu propio caso, museos de historia natural y de los neones, paseos al desierto, shopping, buena y mala comida y, con seguridad, mucha bebida, algunos la conocen como Disneylandia para adultos. ¿Qué tal que las fechas coincidieran y pudiera yo asistir a un numerito de speed dating? Siempre me han intrigado muchísimo. No tengo la menor idea, pero imagínese usted que el temita existe, y que es cierto que si eres aeromoza eres más atractiva que si eres abogada, y que puedes decir todas las mentiras que quieras. O no, tal vez puedas ser honesta y ver qué pasa. Tal vez, como en las películas, hay gente rescatable y no sólo un montón de perdedores solitarios y aburridos. ¿Qué tal que ahí conozco al gran amor de mi vida? ¿Qué tal que tras un magnífico romance epistolar vuelvo a verlo y además de guapo y simpático es listo y generoso? Tendrá que ser gringo… O tal vez no, puede ser extranjero, igual que yo.

Tal vez gane en la ruleta y salga para comprar todo tipo de cositas necesarias y no. Tal vez tras ganar un dineral en las mesas de juego me lo pueda botar todititito en botas, zapatos, tablets, ropa, regalos y tonterías. Tal vez al final del concierto, el cantante en cuestión cene en el mismo sitio que yo y no sólo me firme un autógrafo o se tome una foto conmigo. Quizá se tome unos whiskies y me hable de su vida, y nos hagamos amigos de Facebook y compartamos millones de historias.

Tal vez me haga acompañar por una de mis mejores amigas y entre unas cosas y otras no nos dé tiempo ni de apostar, ni de comprar, ni de deitear, ni de cenar. Tal vez nada de esto pase jamás. ¿Cómo podría escapar de mi realidad lo suficiente como para pasear con el pretexto de un concierto, apostar y ganar, deitear y enamorarme —que es lo mismo—, cantar y bailar? Así y todo, me gusta creer que planes, sueños y sorpresas también pueden pasar.

¿Pensamiento ilusorio?


Soy una profesional del agobio innecesario. No estoy muy segura, pero creo que se debe a un exceso de cierto neurotransmisor. Aparentemente cuando tienes mucho de uno y poco de otro es fácil que los pensamientos que te preocupan se repitan hasta sentirte devastada y sin recursos. Así, me he dado por despedida del trabajo un millón de veces. Me he sentido engañada y burlada. Me he pensado sin un pie o una mano o ciega. Miles de veces he pensado que en cualquier momento puedo enfermar de algo terrible y morir porque no tengo los recursos para tratarme: dinero, o seguro de gastos médicos mayores, o IMSS o ISTE o padres millonarios o una casa que empeñar o un marido rico (bah, ni pobre). No tengo nada. Largas y lentas horas de mi vida transcurren ahogadas en este tipo de pensamientos.

¿Qué va a pasar con el próximo cambio de gobierno? ¿Me quedaré sin empleo?

¿Qué tal que se me olvida todo lo que sé en el examen profesional y hago un enorme ridículo?

¿Qué tal que soy totalmente infértil y por eso nunca he estado embarazada? ¿Qué tal que por andar pensando estas cosas me confío y termino embarazadota, desempleada y pariendo en la banqueta?

Sé que no es sensato. Nunca he pretendido que crean que soy una persona relajada cuya vida transcurre casual, pero siempre he querido serlo. Lo he intentado por diferentes medios: por temporadas dejé de tomar café y me volví aficionada al té sin cafeína. Busco vegetales y comida fácil de digerir. Me corto el pelo, me dejo crecer el pelo, me pinto el pelo, me quito el pelo. Evito que me apriete la ropa. Camino mucho y le sonrío a la gente en el metrobús. Cada tanto me desintoxico. Leo libros, escucho música y veo películas bonitas. Procuro personas dulces, relajadas, generosas y optimistas. Y entonces mi vida fluye con absoluta tranquilidad.

Luego se me vuelve a meter el diablo, las malas compañías, la carne y las papas fritas, los refrescos y el mezcal, el tabaco, el café cargado, el cansancio, el despilfarro y todas las carencias que este ritmo de vida significa.

Dicen que el secreto está en visualizar cómo quieres vivir, cómo quieres ser y plantearte la pregunta: ¿qué haría mi yo ideal ante tal o cual situación?

¿Cómo me visualizo yo? Con vestidos vaporosos y una nueva Tutus (aunque sé que Tutus sólo hay una y ningún perrito será igual), con un empleo que me exija atención y tiempo y que me emocione y me enseñe muchas cosas, pero que no me haga correr en las mañanas. Me veo con un negocio propio. Me veo con el pelo largo y lacio como es, pero un poco más ordenado. Me veo siempre con zapatos cómodos y necesitando menos aspirinas. Me veo titulada y, quizás, estudiando un posgrado. Me veo riendo de las cosas y preocupándome bastante menos. Me veo con un hijo y un seguro de gastos médicos. Me veo desayunando fruta y aprendiendo un cuarto idioma. Me veo con posibilidad de vacaciones al menos un par de veces al año. Me veo haciendo más y contaminando menos. Me veo tranquila, casi feliz.

Conste que todo esto es cómo me visualizo, no cómo me veo. Es una tonelada de wishful thinking mezclada con haber leído muchos libros y visto muchas películas. Pero no está mal. Si por ahí se empieza, es como tener un objetivo y luego avanzar pequeños pasos hasta alcanzarlo. ¿Cuál es mi siguiente paso? Creo que son varios a la vez: ahorrar un poco, chambear en el futuro negocio, terminar la tesis y buscar al perro. Lo malo es que sólo cuento con dos pies, así que supongo que más que pasos habrán de ser brinquitos.

Se me destapó una oreja


Usted ya sabe que tengo una tesis pendiente. Sabe también que hace mucho tiempo que no me siento con ella a ver qué le falta. Tal vez sabe que los últimos comentarios de mi asesor los recibí el 13 de febrero. Es probable que no sepa mucho de lo que ha pasado en mi vida laboral, social, sentimental, más que lo que dejo que se vea en estas páginas. A veces creo que digo demasiado, pero como no me acuerdo qué tanto, y tampoco puedo estar segura de que usted lo haya leído, le cuento un par de historias y luego le cuento mis conclusiones.

Hace casi dos años que me separé de un esposo con el que planeé la mentada tesis, me ayudó a elegir mi tema y me echó a andar con varias referencias bibliográficas. No era fácil escuchar sus comentarios porque era un profesional en hacerme sentir intelectualmente inferior. Pero nada que no se remediara con un Tafil. Una pastillita y estaba lista para absorber la parte relevante de sus comentarios y desechar lo otro.

Llevo tres años “trabajando” en la tesis. El primer año fue el seminario de tesis del que obtuve dos dieces y cero retroalimentación. Son muy pocas las cosas que he podido rescatar del primer borrador. El segundo año lo dediqué a releer y reescribir, y me apoyé en dos personas muy cercanas buscando los comentarios que no había recibido. Funcionó. El tercer año cambié de asesor, cambié de técnica, acoté mi tema y me atrevo a decir que ya veo la luz al final del túnel.

No he podido afinar los detalles, las referencias, el estilo, y un par de cosas que no han quedado claras. En verdad que lo que me falta es eso: sentarme a trabajar. Y sospecho que no es ni tanto tiempo ni tanto trabajo. El tema se eligió prácticamente solo, porque lo más importante en mi vida son mis amigas. Y se fue escribiendo gracias a la literatura, al vínculo entre ficción y realidad. Se ha ido puliendo gracias a las discusiones con gente querida que se interesa en el tema. Pues creo que ayer encontré qué es eso que evita que ha evitado que me siente a trabajar. De pronto la tesis perdió aquello que la vinculaba con mi vida.

En estos tres años he perdido un marido, una amiga y un amigo: los tres íntimamente relacionados con el asunto, las tres personas con quienes discutí profunda y larguísimamente el tema, los que hicieron las preguntas pertinentes y me hicieron enojar lo mismo que me echaron a pensar.

La buena noticia es que, una vez descubierto el motivo, he podido sentarme a trabajar nuevamente. Después de que me cayera este veinte, tomé las hojas con los últimos comentarios del buen asesor, junté los libros consultados sobre la mesa y, con pluma en mano, me dediqué a la tesis. No fue un avance significativo, voy en la página 10. Pero sí fue un avance importantísimo: al fin me senté a trabajar en lo que importa, voy tachando dudas, comentarios y pendientes y recupero la confianza en que puedo hacerlo —aunque no tenga con quién hablarlo— y la emoción por titularme, aunque no tenga claro para cuándo.

Estoy muy contenta. Es como si se me hubiera destapado una arteria o una oreja. Es una sensación deliciosa esta de saber que quiero y puedo a pesar de que quienes empezaron la labor conmigo ya no están. Busqué y encontré la inspiración en otra parte. Me di el tiempo y me lo seguiré dando mientras sea necesario. Tengo la compañía del asesor —que es al final quien más importa—; la de las amigas universales: Margaret Cavendish, Jane Austen y Virginia Woolf, y la de las personas que están y permanecen. Estoy contenta y tenía que contárselo. Ahora, pues, me pongo a trabajar.