Ah, qué la tecnología…

 

Nunca había sido más difícil comunicarse que en esta era. Mientras más medios de tenemos, más frustraciones encontramos. Antes teníamos que llegar a casa para saber si alguien nos había buscado. Si funcionaba la contestadora —cuando la hubo—, llegar a una casa vacía no implicaba haberse perdido los recados. Y sabías que, dependiendo quién recibiera la llamada sabías si te darían o no el recado. Aquello era un volado. Depender de la contestadora, del tránsito, de la distancia y de que el otro se encontrara en su casa para poder hablar brindaba una paz que ahora desconocemos.

Antes tenías que ir al correo para mandar una carta. Dependías del horario y de la oportunidad. Y había que esperar no sé cuánto tiempo para tener una respuesta: días. Era lindo llegar a casa y descubrir que el cartero traía noticias de los hermanos o los tíos o los primos de fuera. Era bueno para nuestra salud emocional saber que estábamos esperando una respuesta, pero no saber cuándo llegaría.

Luego llegaron internet y los teléfonos celulares y todo fue diferente. Pero incluso entonces había un ritmo más relajado que el de hoy. Tenías que llegar a casa o a la escuela o a la oficina de tu papá para poder leer tus mails. Y llamar por celular era algo que reservábamos para una emergencia, para invitaciones y cancelaciones de último minuto, para decir algo muy concreto. Eran las llamadas de casa a casa las que se hacían sólo para saludar, para saber cómo estás o para decirle cosas lindas al niño que te gusta.

Ahora somos esclavos de un aparato que empezó buscando hacerse cada vez más pequeño y ahora es cada vez más grande. Ahora tenemos internet en el teléfono y por una (no tan) módica cantidad podemos chatear, leer correos, tuitear, feisbukear, instagramear, bloguear y hablar todo el tiempo que queramos. Si usted quiere, se puede obsesionar con todas estas, o puede padecer la obsesión de su elección. Mis debilidades son el whatsapp, el tuiter y las estadísticas de este su blog.

Pero lo más perturbador del tema es que ya no podemos esperar. Cuando mandamos un mensaje esperamos respuesta inmediata. Cuando marcamos sin suerte esperamos que nos devuelvan la llamada en cuestión de segundos. Cuando un teléfono está apagado o no tiene señal se nos hace un nudo en la panza. Quedarte sin pila es motivo de ansiedad. En el momento en que te quedas solo, mandas un mensaje. A la menor provocación le marcas a una amiga. Cualquier cosa se vuelve relevante y digna de contarse. Todo lo que haces, lo que piensas, lo que ves, lo que escuchas es comentable. No dejamos espacio para el silencio. Tenemos siete llamadas perdidas, cuatro nuevos correos, dos menciones en tuiter. Ayer me marcó mi madre y no entró la llamada. Antier me marcó un amigo cuatro o cinco veces y no lográbamos escucharnos bien. Hoy me dejaron plantada y estoy decidida a culpar a Telcel antes que a un amigo. Nunca había sido tan difícil comunicarnos porque nunca habíamos tenido todos los medios tan a la mano, porque no estábamos acostumbrados a la inmediatez, porque evaluábamos las comunicaciones como importantes o no. Antes “una llamada perdida” era irrelevante. Si llamaban a tu casa el teléfono podía sonar hasta el cansancio y nunca te enterabas. Ahora tienes la certeza de si llamó o no llamó, de que te plantaron, de que saben que llamaste y no te contestaron. Yo no sé si sea cierto que usar mucho el celular pueda causar cáncer en el cerebro, pero entre la frustración, la prisa y el desengaño tanta comunicación sólo puede hacernos daño.

Deja un comentario