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«Yo no olvido al año viejo»


Pues sí, parece que es en serio eso de que ya empezó el 2011. Se me complica escribirlo cuando estoy poniendo la fecha en algún documento. Se me complica pensar que dos sobrinitos nacerán en este año, nombrarlo como el año en que nacen los sobrinos. Se me complica pensar la fecha en inglés o en francés. Se me complica 2011 porque empezó a trompicones. Pero no empecemos con 2011 sin terminar antes con 2010.
Y es que tanto trabajo antes de las vacaciones y la falta de computadora en el hogar no me han dejado explayarme y terminar de decir lo que quería decir antes del 31. Me parece que entre todas las cosas que nos pasan en un año y que no dependen 100% de nosotros hay otras poquitas que sí quedan absolutamente en nuestras manos. Y, por eso, creo que cada año debemos hacer un corte de caja para asegurarnos de haber hecho una cosa nueva, al menos. Creo que es importante revisar también lo bueno y lo malo y hacer un balance. Y luego llevar a cabo un ritual muy personal para asegurarnos de que lo malo no se repita —en lo personal, lo anoto todo en un papel y lo quemo—. Es importante limpiar la casa y deshacerse de las cosas que no usas. Ropa, libros, discos, cosas de cocina, de cama, accesorios, zapatos… Hay gente allá afuera que puede darles un mejor uso, y energéticamente es pésima idea tener el closet lleno de este tipo de cosas. Eso que guardas porque un día te va a volver a quedar o porque un día volverá a estar de moda terminará como disfraz de uno de tus hijos un día de muertos. Mejor que le sirva hoy a otro mexicano con frío, no?
Así mismo, es deseable que al hacer las listas de lo bueno y lo malo conservemos la ecuanimidad. Algunas de las cosas malas no podrían ser de otra manera, algunas fueron metidas de pata que pudieron preverse y evitarse, pero no seamos los jueces más duros ni los verdugos más culeros. Y un poco lo mismo con las cosas buenas: algunas son resultado de mucho trabajo y esfuerzo valioso, otras son golpes de suerte y no podemos jactarnos por ellas.
Por último, me parece que para que las cosas no pasen en vano tendríamos que repasarlas y agradecerlas. De todo se aprende, siempre y cuando lo hagamos consciente.
Sospecho que, por mi parte, la enseñanza más grande del 2010 es que no hay cosa que me proponga que no pueda lograr y que tengo que vivir mi vida sin miedo. ¿Qué aprendieron ustedes?

Llegó esta época del año


Algunas lo llaman “tiempo de dar y regalar”. Otros la conocen como “La época de amar y perdonar”. Yo lo llamo “el tiempo de las listas”. Harás una lista de lo que dejas pendiente en la oficina para el día que regreses de vacaciones. Harás una lista de compras navideñas para no dejar a ningún sobrino sin juguete. Harás la lista del súper para cocinar tu pavo, tu pan de frutas o tu ensalada de noche buena. Harás una lista de los libros que leíste y decidirás que no fue suficiente. Harás la lista de lo bueno, lo malo y lo nuevo que ocurrió en 2010. Harás una lista de cosas que te gustaría que te traiga Santa Clos y otra de cosas que te gustaría que Santa Clos le trajera a la persona con quien cohabitas.
Es importante hacer una lista de deseos desde antes, para que no te agarren desprevenida las campanadas —luego estás atragantándote las uvas, pidiéndole a la abuelita que te espere pal abrazo, queriendo participar del chiste y la champaña y terminas pidiendo tres deseos en vez de doce, o pura pendejada que a nadie le conviene—. Toma en cuenta que es una de dos únicas oportunidades anuales para pedir deseos con absoluta libertad.
La otra es una lista que harás con mucho cuidado, pensando en lo que puedes comprometer y hasta dónde. Te preguntarás si estás listo para dejar de fumar, si irías a los Pilates aunque la vecina no se levante para acompañarte, si vas a tener la energía para leer después de trabajar tu jornada de ocho horas, limpiar la casa, bañar a los niños y dejar hecho el lunch para la siguiente mañana. ¡Claro que estás dispuesta! Harás una lista de doce cosas que cambiarás de ti a partir del día primero y que te harán una mejor persona para finales del 2011. Aunque el primero de enero estarás cruda y no te importará comer carbohidratos para alivianarte, preferirás la tele sobre el libro y no habrá fuerza en el planeta que te anime al ejercicio. El día dos lo intentarás. Y, tal vez, si todo marcha bien lograrás los 21 días necesarios para convertir tu nueva rutina en costumbre. Pero sé compasiva y amorosa contigo misma. No tienes que lograr los doce propósitos. Póntelos todos, pero considera que si triunfas con dos habrás triunfado de todas maneras. No necesitas convertirte en el Dalái Lama para contar que tuviste éxito. El único detalle truculento: si pierdes de vista la lista es más fácil que no sientas el fracaso de los otros diez propósitos; pero perderla de vista casi garantiza que no recuerdes ni los dos con los que ibas a triunfar. ¡Pégala en tu corcho y poco a poco permite que se vayan tapando renglones con postales, fotos y recibos del gas! Así estará a la vista, pero no del todo.
¡Llegó el tiempo de las listas! Tiempo de apuntar para recordar. Sugiero empezar por hacer la lista de las listas que necesitas preparar para cada día en estas fiestas decembrinas.

Esta semana aprendí…


Llevo varios días con una extraña sensación, como si sobrara entre un montón de gente que lee. Como si yo no hubiera elegido la carrera que estudié, como si hiciera con mi vida y mis días lo que hago por decisión de otros. Como si fuera la colada de la fiesta, la princesa consorte, la primera dama: una idiota que no tiene idea de lo que hace, ni de lo que dice, ni de lo que hablan los demás… al menos a los ojos de los demás.

Me preguntaron si yo también me dedico a la literatura y la mujer de la última palabra respondió por mí: “No.” ¡Jajajaja! Luego vamos caminando por la calle, buscando un lindo par de zapatos para mí, y yo me imagino que los verdaderos lectores no usan zapatos, porque uno de ellos me amenazó con “llevarme a las librerías en venganza por el tiempo perdido buscando zapatos”. ¿Se les ocurre castigo más cruel?

Oigo en mi mente la voz de mi amiga la historiadora: “no dejes que el exterior afecte tu interior”. Y en un nivel le hago mucho caso, pero luego le hago un poquito menos y otro poco menos y luego ya ni me acuerdo de lo que dice… Y entonces me pesa que voy a las librerías y no se me pega nada. Y luego me doy cuenta que no se me pega cualquier cosa, y que me emociona mucho cuando encuentro ese par de cosas que sí me sirven o me gustan o me dan curiosidad y que no voy a encontrar en mi México lindo y querido.

Ayer en la tarde conocí a Martín Kohan. No sé si el hombre es así en la vida real o si estaba interpretando a un personaje. Lo que sé es que me regaló la tranquilidad de ver que se vale ser diferente a lo que el de junto espera, y que no importe. El señor es admirado y talentoso y admite abiertamente que él carece de curiosidad. Le gusta viajar, porque le gusta desplazarse, pero no le gusta estar lejos de su casa, ni pasar más de un par de días en una ciudad que no sea Buenos Aires. No le gusta opinar, y lo dice mirando a los ojos.

Hay algo en todo eso que me hace bien. Yo sí tengo curiosidad. Me gusta aprender cosas nuevas y leer cosas nuevas. Me encanta opinar —de ahí que exista este blog— y me gusta tanto desplazarme como pasar unos días en ciudades ajenas. Me gusta lo que hago y cómo lo hago. Me gusta que dejo a la gente responder por sí misma y que puedo callarme mientras responden lo que se les pregunta (aunque a veces me excluyan o me hagan ver como yo no quería), me gusta que —a menos que me esté peleando— me puedo callar para que otros hablen sin sentir la inminente necesidad de levantar la voz para que sea a mí a quien escuchen todos.

Eso… me gusta cómo hago yo las cosas, y ver que hay otros seres que no dejan de ser maravillosos por ser diferentes al de junto me tranquiliza. Bah, siempre supe que lo estaba haciendo bien, pero la persistencia del de junto, la insistencia de la mujer de la última palabra, la comparación constante con todos los que no soy yo me hicieron dudar por un momento… Gracias Martín Kohan por esta importante lección que, en efecto, no tiene que ver con literatura. Por recordarme que quien te ve mal es porque no puede verte de otra forma…

No es el qué sino el cómo


Esa tesis mía —la que no va a escribirse sola— quiere tratarse de amistad femenina. Está pensada y sentida mucho desde el corazón, mucho desde lo que leo y mucho desde lo que me da la televisión. Pienso en Sex & the City como uno de mis grandes combustibles. Tengo citas de Carrie Bradshaw que se me antojan al menos como epígrafes… Sin embargo, no sé si se permita.

Entre las muchas cosas que estoy leyendo —no sé si como inspiración o como bibliografía— está un libro que se llama The Friend Who Got Away. Son 20 historias de la vida real contadas por mujeres que perdieron a una amiga (y en un par de casos a un amigo). Están las que se pelearon por dinero, las que se pelearon por un novio, las que se distanciaron porque no supieron conciliar sus diferencias, las que crecieron y dejaron de ser amigas aunque seguían siendo amigas de su pasado, las que trataron de ser amigas y no triunfaron nunca, las que más bien eran novias, la que se le murió a la otra… En fin, 20 historias. Algunas están muy emocionantes, otras son infinitamente aburridas. Lo cual me lleva a pensar que no por ser mi tema de interés tiene que resultarme necesariamente seductor. Pero, ¿qué es lo que las vuelve buenas o aburridas?

Supongo que, como siempre, lo que importa es el qué y no el cómo. Una de las más aburridas tiene que ver con asuntos de infancia y raza, igual que uno de mis capítulos de la tesis. Sin embargo, no me atrapó nada, tengo una sola línea subrayada y no estoy segura de que sea citable…

Total que a partir de esta lectura me he propuesto hacer mi propio ejercicio: escribir la historia de la amiga que a mí se me fue. Empiezo ya el experimento. Se trata de ver si puedo contar una historia tan cercana y que me ha provocado tantas reacciones, en especial si la puedo contar de forma que valga la pena que otros la lean.

Ya se enterarán…

Girls’ Night Out


Entre los muchos fenómenos del antro hay uno que es difícil de entender. Tenemos perfectamente claro el fenómeno de si no bebo no bailo, el fenómeno de los que se besan como si no hubiera un mañana, el fenómeno del borracho simpático y el fenómeno que te mira en la distancia. Pero ese que sigue siendo un misterio es el gorro invernal, la falda de holanes o el trajecito floripondio y entubado.

Todo esto lo vi, juro que lo vi. Chicas que se han tomado muy en serio el consejo de que haya un detalle raro u original en sus atuendos. Chicas que claramente no tienen espejos.

Decía una de mis amigas que una se viste para salir a la calle, se ve en el espejo, se cambia tal vez una y hasta dos veces, prueba diferentes combinaciones y se vuelve a ver en el espejo. Y  de todas formas es rara la vez que una entra al antro con actitud de “que todos me miren que hoy vendo echando tiros”, sólo porque encontró la combinación perfecta… Pero están estas otras mujeres que llegan a los lugares y caminan de modo que es imposible no mirarlas. No sólo voltearás a verlas porque tienen una cadera enorme y traen una falda rosa de holanes, no sólo voltearás a verlas porque parece que fueron en piyama al antro, no sólo voltearás a verlas porque traen un pareo mal amarrado encima de unos shorts muy pegados y una gorra de beisbol. Lo que te obliga a mirarlas es su actitud.

Dice otra de mis amigas que el asunto es que estas chicas no se han detenido a ver el programa de Tim Gunn, donde te enseña a vestirte de acuerdo con el tipo de cuerpo que tienes. Yo lo que creo es que son chicas desafortunadas y que todas viven con sus madrastras que las odian.

Sigo pensando en mi promesa


Conversaba virtualmente con mi amiga la Avinchuela y entre una cosa y la otra me guió hacia la máxima verdad: Esta necesidad que sentimos algunos por escribir se hace más fuerte en tiempos de crisis. Bueno, la realidad es que yo he podido escribir cuando he sabido reírme de mis crisis. Los días más prolíferos de este blog han sido cuando no me ha dado miedo enseñar mucho calzón. No se trata tanto de quejarse por las cosas malas, sino de saber compartirlas casi sin ningún pudor.

Pero, ¿qué pasa si al hacer pública la historia, por más que a mí me cause mucha gracia, estoy atentando contra la discreción de alguien más? Por ejemplo, si mi crisis —o mi increíble aventura— fuera con Mr. Writer, con alguna de mis amigas, la historiadora, la psicóloga, la de los ojos bonitos, la actriz, mi comadre… y alguien que conoce a estos personajes, que me conoce a mí, que sabe sus nombres con apellidos y números celulares se enterara por mi medio de cosas que nunca debieron saberse.

Bah, ya antes conté cosas que me pasaron con gente. Y esta gente no se sintió herida ni defraudada. Al contrario, algunos han sonreído al leerse. ¿Qué me hizo parar? ¿Dejé de poner atención a la importancia de recordar y compartir? O en una de esas mis aventuras ya no son tan chingonas y mis crisis no hay forma de hacerlas graciosas…

Mmm, esto es —en palabras de mi maestra favorita de la fac— “food for thought”. Todo esto mientras yo sigo revisando mi promesa.

¿Cuál será el problema?


Tal vez el problema es que no hay nada nuevo que decir. O quizá soy yo que llego tarde a todas partes y no hay nada que les pueda contar. Seguro soy la única persona de mi generación que no sabe en qué terminaron Brenda y Dylan, o si alguna vez Felicity dejó de llorar.

O en una de esas el problema es que no me siento tan libre de decir las pendejadas que yo quisiera… Al principio nadie me leía y no me daba pena. Ahora no puedo evitar preguntarme qué pensará fulastrín de tal o cual cosa.

¿Se lo debo a que se acabaron los romances y las locuras? ¿A la monogamia? ¡Santo dios! O a qué no salgo de mi casa casi para nada… La única persona que veo es la señora que limpia mi casa. ¿A nadie le importa lo que ella tenga que contar? ¡Tiene un par de historias de un pato loco y una planta que cura con el rocío!

Puede ser que lo que tengo que contar sean mis fiestas, las confidencias de mis amigas o el ridículo de una que otra chata de pelo muy chino y falda muy corta en cierto barrio de la ciudad. Tal vez tengo que dejar de ponerles nombres a las personas y empezar a balconearlos. O contar detalles de la vida de los casi famosos que me rodean.

Nah! Al final de cuentas no creo que a nadie le importen los re-runs de las comedias de las 9, las confidencias mías o de mis cuates, ni los casi famosos que me rodean y nadie sabe cómo se llaman… Creo que, en todo caso, la mejor de mis opciones es la historia de la señora que limpia mi casa.

Pensando en bloguear


Esto de los blogs me tiene muy confundida. Acabo de ver la peli de Julie & Julia —claro, en DVD— y me tiene pensando. Me la recomendó hace casi un año una mujer a la que no he vuelto a ver. Ella supo por Mr. Writer que yo estaba empezando con este blog y me dijo “Acabo de ver la película de Julie & Julia. Te va a encantar.” ¿Lo dijo porque yo empezaba un blog? ¿Porque cuando nos conocimos todavía escribía yo reseñas de restaurantes y la comida parecía ser lo mío? O porque este blog no es un proyecto con pies y cabeza y no parece que mi vida esté yendo para ningún sitio, ni siquiera este año…

Total, un año después la renté y la vi. Y me puso a pensar en el propósito de escribir un blog:
¿Contarle a tu madre cosas que no querías decirle de frente?
¿Opinar cuando al mundo en realidad no le importa lo que opines?
¿Picarle a “publicar” y tarán! ya eres un(a) autor(a) publicado/a?
¿Extender un puente hacia la persona que más admiras?
¿Que un montón de extraños escriba un montón de comentarios?
¿Que un día una editorial te ofrezca un contrato y poder llamarte escritor?
¿Un espacio donde decir lo que te pasa para ahorrarte lo que pagabas de terapia?

Alguna vez hace tal vez un año dije que mi propósito era compartir las cosas que me divierten o me hacen reír, el montón de pendejadas que en un minuto tienen tiempo para pasar por mi mente. Sin embargo, hace más que un montón que no me hago reír ni a mí.

Al principio hice el compromiso conmigo misma de escribir al menos cada tercer día. Y estaba funcionando, puntual y simpatiquilla. Luego dejé de tener tiempo, o de obligarme en mi compromiso. Y luego oí a alguien decir que “menos mal, porque si escribiera diario significaría que tal vez no tengo vida”.

Nunca ha sido mi intención usar este espacio para contar mi vida. Lo quiero como un espacio para enseñar un pedacito de lo que tengo que enseñar. No es lo mismo que hacer una especie de confesión semana con semana, no es el espacio en que le pido ni a dios ni al universo ni a mi madre ni a Mr. Writer. Me encanta recibir visitas. Me encanta descubrir comentarios. Me encanta descubrir que algunos lectores no son imaginarios. Y para que la diversión siga, hago hoy el compromiso de replantear mi promesa para empezar otra vez, aunque esta vez no desde cero, más como desde 150…

El raro antojo


Dicen que los antojos son en realidad cosas que el cuerpo nos pide comer para satisfacer ciertas necesidades: azúcar, potasio, hierro, vitamina e… yo qué sé. Nadie ha sabido explicarme satisfactoriamente los antojos de las embarazadas, y menos aun los antojos de los esposos de las embarazadas. Al final yo sólo sé que un antojo es un golpe bajo, algo que de pronto necesitas sin saber muy bien por qué, y que si no lo satisfaces te quedas ligeramente frustrado, como si de verdad fuera importante.

En mi trabajo como mesera de aquella cafetería, la peor cosa era que pidieran un bagel de mahi mahi con esa deliciosa cremita de cilantro. Cada plato que sacaba yo con eso se me hacía agua la boca, y no podía más que terminar mi turno de trabajo gastándome mis propinas en cenarme uno de esos.

Un par de empleos después fue peor, porque el restaurante tenía bar. Entonces los antojos ya no eran sólo chapatas y patatas, camarones al ajillo y quesitos con carnes frías. También era el penetrante olor del tequila o la dulzura del whiskey, o la frescura de la cerveza… Al final de mi turno me tomaba dos chelas (porque eran gratis) y me comía alguno de los siete platillos antojados en el día, con un descuentito de personal.

Ahora me vuelve a pasar. Estoy preparando un artículo para cierta revista popular y parte de éste es una lista de destinos cerca de la ciudad de México. Veo fotos de hoteles, reseñas de restaurantes, recibo los correos más vendedores de su gente de prensa, y no puedo más que imaginarme caminando por las calles de San Miguel de Allende, Oaxaca o Xalapa. Se me ocurre hacer una llamada reservadora y treparme a un camión rumbo a alguna de nuestras más discretas playas. Y sufro por la famosa ley que dicta que el desempleado tiene tiempo pero no, dinero.

Así resulta que la única explicación que yo encuentro para los antojos es la vista —o bueno, en realidad el trabajo, pero no podemos dejarlo—, el estímulo. Bah, claro que mi cuerpo me está pidiendo playa y paseo. Pero la verdad es que es de la vista que nace esta inventada necesidad.

Es la vista de ciertas cosas lo que mantiene a flote a la humanidad. Si no hubiera tanto chick flick a la vista, historias que sugieren la magnífica idea de enamorarse, proponerle matrimonio a alguien, comprometerse, casarse, tener hijitos y vivir medio felices para siempre, no creo que hubiera todavía valientes que se lanzaran a hacerlo.

Total, concluyo que lo que tenemos que hacer para dejar de sufrir antojos frustrados es cerrar los ojos. No más internet, no más prensa escrita, no más televisión, no más cielos azules, aromas de comidita rica ni películas de amor. Seguramente, si dejamos de recibir el estímulo, pronto tendremos dietas saludables, relaciones reales y, si dios nos da licencia, uno que otro viaje sin que en el proceso se nos rompa el corazón.

El depa perfecto


¿Cuál es el departamento perfecto? Dos recámaras, un baño, sala, comedor y cocina equipada. Techos altos y pisos de madera. Terraza con vista al parque. Ubicado en una calle silenciosa. Muy iluminado. Con garage y elevador. Céntrico. Cerca del trabajo. Que haya un metro cerca. Que los vecinos sean pura GCU. En fin, cada quien podría responder una cosa distinta porque todos tenemos prioridades diferentes.

Dicen que las casas tienen un espíritu. Según esta creencia, siempre que llegamos a una casa nueva debemos pedirle permiso para estar ahí, hacerle alguna ofrenda. Y al salir, debemos darle las gracias por dejarnos vivir ahí. Hay quienes creen que depende totalmente de esto que seamos felices en una casa o en otra.

Yo no sé mucho del tema y, generalmente, si lo dicen los que saben, pues les creo. El caso es que me vengo enterando ahora. Y tal vez tiene sentido. En la primera casa donde viví sola había una vecina terrible que jamás lavó nada y todo se inundaba de un olor garrafal cada vez que ella abría la puerta. En algún momento aparecieron las cucarachas y fue cuando yo desaparecí. La onda es que en algún momento entre que llegué y me fui tuve alacranes. (Aclaro para quien no sepa que no es muy común tener una familia de alacranes en una casa en la ciudad de México) Ahora me pregunto, si le hubiera pedido permiso al espíritu de esa casa, ¿me habría protegido de la apestosidad, las cucarachas y los alacranes?

Y así las siguientes veces me habría evitado en otro depa la nicotina que escurría por las paredes, el olor a humedad, la casera gritona impertitonta. En el siguiente a la familia mafiosa de la planta baja con su tiánguis y su imposibilidad para la convivencia. En este, la serie de cosas que ustedes ya saben que ha pasado este año.

Lo creo. Anoche le pedí permiso al espíritu de esta casa para seguir viviendo aquí. Tengo esperanzas, pero no sé qué hay que ofrecerle… ¿Alguien tiene alguna idea? ¿Basta con un poco de incienso? No tengo oro y mirra. ¿Hay que ponerle fruta fresca y flores? ¿Galletas, como a Santa Clós? ¿Un zapato como a los Reyes Magos? ¿Qué le gusta al espíritu de una casa? Yo quiero estar aquí y necesito el permiso de este misterioso ser para convertirlo en el departamento perfecto. ¿Sugerencias?